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Marina siente esa molestia en la rodilla otra vez al subir el escalón del colectivo. El arranque del vehículo la desestabiliza y casi la hace caer, pero como todavía tiene  reflejos rápidos, se aferra al pasamanos de metal con la mano izquierda. Su cuerpo, de brazos fornidos y muslos macizos, no aparenta sus casi siete décadas. Una vez firme, con la mano derecha baja los lentes por la nariz y acerca los ojos al lector biométrico para pagar el boleto. La luz cambia de rojo a verde, Marina pasa por el molinete y se sienta en el primer asiento. Acomoda sobre sus rodillas el pequeño bolso que lleva y, antes de sacar el libro, mira dubitativa al resto de los pasajeros. Es temprano y no hay muchos todavía. Recuerda las dos noticias que escuchó la última semana sobre linchamientos a personas que leían es espacios públicos y decide dejar el libro en el bolso. Los libros no están prohibidos, pero resultan tan peligrosos como llevar cajas de fósforos. Si no brilla en una pantalla es antiguo, y si es antiguo es peligroso, piensa. Incluso la literatura digital circula a escondidas o por redes clandestinas. Suspira.

Al bajar del colectivo Marina ve cruzar por la avenida a un grupo de la guardia civil, con sus uniformes blancos y armados con bastones. El sonido de las  armaduras, cascos y escudos de acrílico al marchar rítmicamente les quita seriedad y les suma artificio y repulsión. Ella sabe bien que lo ridículo no les borra lo asesino. Perdió a varias personas cercanas, incluida una hermana, durante las primeras masacres antes de 2030, cuando el General consiguió los poderes conjuntos.

Marina entra al hotel por una puerta lateral para empleados que da directo a la lavandería. Había trabajado durante 14 años en la industria textil cuando fue despedida, junto a otras 350 trabajadoras, y tuvo que salir a buscar trabajo en plena crisis. Pasó siete años sin trabajo formal ni estable. Con las consecutivas  reformas laborales y más de 40 años consideró un milagro el  puesto en el hotel. Fue rotando en distintos servicios por 3 décadas. La lavandería es el último, donde trabajan las empleadas de más de 65 años antes de jubilarse, esas que el hotel prefiere mantener lejos de los ojos de los huéspedes. Gracias a la última legislación que extendió la edad jubilatoria a los 72, a Marina le faltan todavía tres años para poder tramitar la jubilación. El trabajo es simple pero requiere de esfuerzo físico. Cargar montañas de sábanas en carros, llevarlas, ponerlas y sacarlas de las máquinas, planchar y doblar. “Un infierno consiste en morar en el vacío perfecto por toda la eternidad; el otro es doblar infinidad de sábanas con elástico”, Le dijo una compañera en su primer día. Ahora junta pliegues y arma infernales torres de paños blancos impolutos.

—¿Escuchaste las noticias? Le grita su compañera desde el otro lado de la mesada. Marina levanta la cabeza y le frunce la nariz. —Parece que encontraron documentos confidenciales en el antiguo edificio de la Casa Rosada, en un disco rígido de esos viejos, que dicen que el intento de asesinato del General en 2030 fue todo preparado por el mismo gobierno, y que hay varios países involucrados. Además dicen que era todo una excusa para disolver el Congreso y encarcelar a los opositores…

A Marina le llega la el sonido de la voz a través del vapor de las planchas y parece estar a kilómetros de distancia. Con la cabeza gacha dobla una funda y la acaricia un momento. Se mira las manos arrugadas, la piel agrietada, los dedos hinchados.

—…Eso fue hace mucho tiempo igual,  no se por qué todavía siguen con eso. Ahora es todo más fácil porque no hay que elegir y no discuten entre ellos…— sigue diciendo su compañera.

Marina levanta la cabeza y con mirada temblorosa le dice en un susurro quebrado

—¿Sabés qué me duele? Que yo lo voté. 

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