Sentada frente al andén, Ivonne Resnik esperaba al Plusmar de las siete de la tarde. Eduardo la había llamado desde allá, a punto de tomar el ómnibus. «Te llevo una sorpresa», dijo. Seguro que era un vino, las sorpresas de Eduardo siempre eran vinos. En fin, lo disfrutarían. Lástima que el decanter y las copas de degustación habían quedado en la casa de él, en Paternal. O tal vez traería todo, quién sabe. En el teléfono Ivonne lo había notado bien, sereno ante la perspectiva del viaje, por lo que supuso que ya habría digerido lo de la mudanza. Ojalá que ella también hubiera sonado serena. Es decir, que no se le hubieran notado, para nada, las cosquillas de alegría.
Una ráfaga de polvo siseó por encima de los andenes, cruzó la calle y se alejó hasta difuminarse entre unos pinos. Aparte del viento, la terminal permanecía en un silencio expectante, de iglesia. «Catedral en vez de terminal», pensó Ivonne mientras sopesaba los espacios amplios, vacíos de turistas. Corría abril y Pinamar retornaba al frío y a los ritmos de la naturaleza. La esencia de esta ciudad: una gestación de nueve meses para dar a luz a una criatura turística que vivía solo tres. Y de vuelta a empezar, un ciclo.
A sus noventa y dos, Eduardo se desenvolvía con total independencia. Seguro que le iba a molestar que ella hubiera acudido a recibirlo, ¡como si él no pudiera orientarse!, ¡como si fuera un viejo! Al igual que en las visitas anteriores, pasarían juntos sábado y domingo. ¿En qué momento reuniría ella el coraje suficiente para decírselo? ¿Encontraría el modo de suavizar el impacto? ¿Qué podría provocar un golpe así en la fragilidad de Eduardo? Por otra parte, estas visitas no resultaban justas para Lorenzo, a quien todo Pinamar conocía como el Piantao. Definitivamente, existía la posibilidad de que él cayera de improviso a precipitar los hechos; nunca se sabía con el Piantao. «Dejame que yo maneje esta situación», venía diciéndole, y él se quedaba en el molde, aunque los ojos le sudaban.
Para Ivonne no eran algo importante ni los 52 de ella, ni los 92 de Eduardo, ni la diferencia. Lo que importaba era el amor, y no podía decirse que no lo sentían: por algo habían durado todos esos años. «Duramos», pensó, con un sabor agrio, mientras una parte de ella —más precisamente una parte concentrada debajo de su pollera— se lamentaba por el fin de semana que iba a perderse. Como en una película recordó el punto más álgido del último encuentro con Lorenzo. El desprendimiento provocado por sus dedos, por su boca, por sus piernas, por el vello de su pecho. La fuerza que la dominaba, el aguijón caliente dentro y el cuerpo de ella a la deriva. El orgasmo que se insinuó como una ondícula apenas perceptible en el mar de aquellas sensaciones, que creció en oleadas una más hermosa que la otra, que fueron llenándole el cuerpo de luz hasta lo increíble, cuando estalló una rompiente y se abrieron las puertas del cielo, con la espuma de él dentro de ella, y ella deshecha en jirones, extraviada en infinitas burbujas de placer.
El recuerdo de aquel orgasmo le provocó otro.
Como un alegre dragón de polvo, el ómnibus que traía a Eduardo avanzaba por el camino de tierra y se acercaba al andén.
A Ivonne venía tentándola la idea de cambiar la atmósfera contaminada de Buenos Aires por la pureza del ozono de la costa. Había iniciado los trámites de la jubilación anticipada y solía conversar por teléfono con un par de amigos que habían dado el salto y le hablaban desde allá. Ninguno se arrepentía: la limpieza, la seguridad, la tranquilidad, caminar por la orilla de la playa viendo el amanecer sobre el Atlántico.
Sentado en el sofá, Eduardo la observó por encima de su libro y de sus lentes de marco dorado.
—¿Y con qué plata?
—Vendo el departamento.
Las pequeñas várices en las mejillas de Eduardo adoptaron un tono rubí intenso.
—¿Y la Cátedra?
—En unos meses sale la jubilación.
—¿Y vas a desvincularte del todo? ¿Qué hacés con el CONICET?
—Renuncio.
—No te parecería mejor si en vez de…
—Ya tomé la decisión, Eduardo.
Se habían conocido en Exactas, por la época en que al país había llegado la primera computadora —una colección de anaqueles repletos de cables, switches y válvulas, que ocupaban la mitad del segundo piso—. Eduardo Montchenot dictaba la prestigiosa cátedra de Análisis Numérico, mientras que Ivonne trabajaba en su tesis de grado: «Modelación estocástica de astrocitos en el proceso de apoptosis neuronal». No podían ser más diferentes: él un gentleman sesentón, alto, flemático, portador indefectible de trajes de corte inglés. Ella una veinteañera nerviosa, comprimida, insurrecta, fanática de la minifalda. Y aun así, el entendimiento entre ellos fluía de manera perfecta, como si pensaran al unísono. Con frecuencia uno empezaba a hablar y el otro completaba la frase. La química saltaba a la vista. Hicieron el amor por primera vez en el interior de la computadora. Pronto se transformaron en adictos a sus encuentros. Treinta y dos años habían pasado y la adicción no cesaba.
Los labios de Eduardo temblaron.
—¿Y nosotros?
—¿Nosotros qué?
—¿Cómo seguimos?
—¿Y cómo vamos a seguir?: ¡como hasta ahora! —Ellos solo se veían los fines de semana. Profesaban, tan religiosamente como su ateísmo, que la convivencia solo servía para ahogar la pasión.
—Pero, tan lejos, allá…
—¡Tampoco es que me voy al fin del mundo, Eduardo! No la hagas tan dramática. Voy a estar a cuatro horas de acá, por la ruta. ¡En vez del 135 nos tomaremos un ómnibus!
Ivonne tardó menos de un mes en vender el departamento de Caballito y comprar una casa en Pinamar. Como había previsto, la mudanza terminó de cortar el cordón umbilical con la Facultad de Exactas. Había sido la figura más reconocible del claustro de profesores, en parte por sus méritos académicos, y —aunque le raspara el ego admitirlo— más que nada por su forma de vestir.
La apodaban de varias maneras: Cronodiva, Cochinélida, Lady Bug, Vaquita de San Antonio. Le daba igual. Si las opiniones ajenas no habían pesado para que se juntara con un hombre cuarenta años mayor, mucho menos le iban a importar los caprichitos de la moda. Se sentía la mar de confortable con su atuendo, invariable desde los 60: vestidos ceñidos, rojos, con grandes lunares; amplio escote, tacos altos, cabello ondulado, sutiles toques de maquillaje, labiales cremosos, ojos delineados con grueso trazo felino.
Sin prestar atención a cuánto reforzaba su fama de viajera del tiempo, Ivonne coleccionaba antigüedades. La subyugaban. La transportaban. Muchas veces se descubría imaginándose como una taza, un candelero o una lámpara. ¿Por qué manos habrían pasado? ¿Qué cosas habrían visto? En la mudanza a la costa, tuvo que agregar un acoplado para cargar con sus tesoros, que los años habían acumulado tanto en el departamento de Caballito como en la casa de Eduardo.
Llevaba ocho días instalada en Pinamar cuando, en una de sus rondas de reconocimiento, pasó frente a Reliquio, la única tienda de antigüedades del pueblo. Con pocas esperanzas se le ocurrió preguntar si por casualidad tendrían un repuesto para la púa de su tocadiscos Winco W-408.
—Buen día —saludó desde la puerta entreabierta. Venía medio cegada por el sol y el interior del local se veía muy oscuro. Un bulto detrás del mostrador le respondió con un cantito.
— Buenos días su señoría / mantantiru-liru-lá.
Dentro del bulto asomaron unos dientes muy blancos.
— Qué se le ofrece mi reina / que pueda solucionar / su servidor que aquí ve / Lorenzo para más datos / yo le vendo desde un plato / hasta un cuadro de Chagal.
Como contaría después en varias oportunidades, Ivonne evaluó cerrar la puerta y volver a la calle. Aunque optó por ingresar, no sin cierta cautela. A medida que sus ojos se iban adaptando a la penumbra, el vendedor se fue revelando como un robusto morocho de unos cuarenta, castigado por el sol. Llevaba una camisa de manga corta, negra, que enfatizaba unos ojos saltones. Ella explicó brevemente el problema de su Winco.
— La púa del tocadiscos / ya no se puede arreglar / como a un roto corazón / melodías de arrabal / lastimaron su diamante / pero por una flamante / yo se la puedo cambiar.
—Escuche, ¿podemos hablar en serio? —Ivonne se preparó para dar media vuelta y retirarse.
—Seguro —dijo Lorenzo, bajando a la tierra de la prosa.
—¿Tiene el repuesto sí o no?, ¿cuánto cuesta?
—¿Con quién tengo el gusto?
—Mi nombre es Ivonne.
La cabeza y la voz del morocho se elevaron en un canto quebradizo.
—Madame Ivooooonne, / la Cruz del Sur fue como el siiigno. / Madame Ivooooonne, / fue como el signo de tu sueeerte. / Alondra gris, tu dolor me conmueve, / tu pena es de nieve, / Madame Ivooooonne…
Con el último “Ivonne”, se escuchó el golpe de la puerta cancel. A través de la vidriera abarrotada de chucherías, Lorenzo vio cómo Ivonne se alejaba.
Pero a la semana regresó.
«No me gusta para nada —pensó Eduardo, empecinado en mirar por la ventanilla mientras el ómnibus iniciaba el regreso de Pinamar a Retiro—. No, para nada, me gusta». Tras un mes sin verse, la había notado fría, distante. Nunca, en treinta y dos años, habían pasado tanto tiempo sin contacto físico, y en las dos noches en que durmieron juntos Ivonne había rehuido el contacto, arguyendo molestias por la menopausia, dolor de cabeza, preocupaciones con la reforma de la casa… ¡A otro perro con ese hueso! Al fin y al cabo, ¿no se había mudado a la costa buscando tranquilidad? Se lo preguntó de forma directa: «¿Te estás viendo con otro?». Por supuesto que a Ivonne la había ofendido la pregunta, pero antes de que lo mandara a la mierda se había quedado un segundo congelada, con la copa de vino en la mano.
El ómnibus iba lleno de boy scouts, con uniformes caquis e insignias que quién sabe qué significaban. Mientras no se pusieran a cantar y le arruinaran la siesta…
—Abuelo, ¿le importa si me siento acá? —Una chica boy scout, al parecer una dirigente. Eduardo negó con la cabeza. La chica se acomodó.
—¿Nos agarrará la tormenta? —dijo.
—Ni idea —Eduardo entornó los ojos como diciendo «pretendo dormir».
—Está anunciada, ¿usted es de Pinamar?
—No.
—De dónde, ¿de Capital?
—Sí.
—Nosotros estamos volviendo a Mendoza.
—Qué bueno.
—Un viaje larguísimo, más el trasbordo y todo.
—Sí.
—Venimos del encuentro internacional. El Yamborí.
—Ah.
—Disculpe que no me haya presentado, me llamo Emilce —la mendocina le tendió la mano.
—Eduardo —dijo y estiró, flojamente, el brazo. «Antes del kilómetro cien me va a preguntar la edad», pensó.
En el kilómetro ochenta y tres ella dijo que el contacto con los boy scouts la mantenía más joven, que tenía treinta y cuatro años, pero que nadie se los daba.
—¿Y usted? ¿Qué edad tiene?, si se puede saber.
Hacía veinte años que Eduardo contestaba lo mismo.
—Ciento quince.
La chica abrió los ojos grandes como huevos duros a la vez que se tapaba la boca con la mano.
—Ciento… ¿de verdad?, pero, ¿cómo hace?
—No me hago problemas, no tengo esposa, ni familia, ni perro, ni gato. Duermo bien, hago ejercicio, nada de harina ni de azúcar, muchas proteínas y… —los finos bigotes canosos de Eduardo se elevaron sobre una sonrisa— mujeres jóvenes…solo me acuesto con mujeres jóvenes.
Lo dijo así, en plural.