Ella entró al bar de calle Corrientes, como lo hacía habitualmente. Era rubia, chispeante, pura alegría. Cuando le preguntaban de donde era respondía soy del Alto valle de Río Negro, hija de un artesano. Se acercó a la barra y pidió lo de siempre. Miro de reojo a los costados y vio dos morochos bien puestos, ella diría bombonazos. Uno joven y otro con muchos años encime. Se le acercó el primero y comenzaron esas conversaciones únicas, que se dan solamente en el encuentro esperado. La charla siguió y siguió, hasta que él le pregunto ¿qué esperás vos de este encuentro? Ella respondió vamos a casa. Y así se sucedieron los días alcohol y risas de ella, hasta que se cansó. No era más que un abocado, Sus besos con sabor a moras y frutas frescas ya los rechazaba. Después de dos semanas le dijo que la relación no iba, es que se había embriagado todos los días, lo que le traía fuerte dolor de cabeza, perdiendo su sabor y alegría que la caracterizaban. El entendió. Se marchó.
Dos días después volvió al bar de calle Corrientes, allí sobre la barra como esperando, estaban los dos del primer día. De un lado al que llamó Esperado y del otro, el más grande. Lo que sabía de este viejo, era que descendía de una familia de la elite de una provincia del oeste argentino, hijo de Angélica Zapata y Domingo Catena, el mayor Nicolás Catena Zapata estaba allí mirándola. De pronto le hablo y le pregunto si no quería probar algo más auténtico. Le conto que venia de Mendoza. Ella, burbujeante, sonriente, aún sabiendo que todos la querían por las noche mientras reían, le dijo que sí. Vamos a casa lo invitó ella y se marcharon.
La relación duro como la canción de Joaquin Sabina «Diecinueve días y Quinientas noches», ya que él como toda su familia, buscaba la perfección y ella era solamente una bella rubia, espumosas, con ganas de reír por siempre.
No volvería más a ese bar, buscaría un Malbec en otro lugar.