¿Sabe qué es lo más raro? Usted no va a creerme, pero desde hace unos días yo pensaba: «Ojalá viniera un periodista por acá, así yo podría contarle».
Una historia. Porque voy a morirme, ¿sabe?, y esta historia se va conmigo, pero si usted la graba y la escribe, se queda.
De amor, solo se la he contado a algunos de acá del asilo, a los más íntimos, pero el final ocurrió ayer, y eso sí que nadie lo sabe.
¿Seguro?
Bueno, pero no se mueva de ahí hasta que termine.
Todo comienza en Salta, a mis ocho años, en el 45, después de la guerra. ¡Qué increíble cómo pasa el tiempo! Por aquella época conocí a Angelina. Los padres se habían mudado a una casa en mi misma cuadra. A ella la anotaron en mi escuela, así que íbamos y volvíamos caminando uno al lado del otro; y, poco después, de la mano. Ella fue mi primer amor, cuando no sabíamos lo que significaba, cuando el amor era un juego que Angelina y yo íbamos descubriendo. Así crecimos. Naturalmente se convirtió en mi novia de la adolescencia y, mientras su cuerpo se transformaba y embellecía, nos comprometimos.
Diecisiete yo, dieciséis ella. Antes era así, no se perdía el tiempo tonteando como ahora. Cuando cumplió los diecisiete, le regalé un anillo, «de compromiso» se decía, significaba que en un año nos casábamos. ¿Seguro que está grabando?
Bueno, ese año yo me empleé en la cosecha y así llegué a comprar el terreno donde íbamos a edificar nuestra casita. El terreno que seguirá baldío, en Salta, porque, un mes antes del casamiento, ella desapareció.
Así: desapareció. No resultaba tan raro por allá. Se sabía que, cada tanto, alguna muchacha joven y bonita desaparecía. Usted podrá adivinar por qué.
Tal cual. Angelina se había transformado en una morocha muy tentadora. Los cafishos les echaban el ojo a las muchachas así, las secuestraban, las llevaban a trabajar en prostíbulos en Tucumán, incluso las intercambiaban por otras mujeres de Chile o Brasil. Una vez que caían en esas redes era imposible encontrarlas. Imagínese cómo habíamos quedado, y digo «habíamos» porque, al igual que yo, nuestras familias estaban destrozadas. Una desaparición es peor que una muerte, ¿sabe?, la herida no cierra nunca.
Yo me la pasé un mes seguido llorando, tirado, no podía ni moverme. Me imaginaba distintas películas y, créame, ninguna con final feliz. Flotaba así, sin caer del todo, o cayendo de a ratos, hasta que la tristeza fue transformándose en rabia. Un día me levanté y le dije a mi viejo: «Me voy a Tucumán a buscarla». Ese día llegó la primera carta.
Sí, de Angelina. En un sobre sin remitente. Adentro un papel con un solo mensaje, la letra de ella: «Estoy bien. No me busques». Debajo, estampado, un beso. Sin duda eran sus labios.
¿A usted le parece que yo no los conocía? ¡Si podía dibujarlos de memoria! ¡Hasta un lunarcito de la comisura estaba estampado!
Enloquecido corrí a la casa de la familia de ella. Pensé que me ocultaban algo. Los enfrenté, les enseñé la carta, Se mostraron, como yo, sorprendidos y esperanzados, aunque noté que la hermana menor evitaba mis miradas. La encaré aparte, la presioné, la obligué a largar todo el rollo: a Angelina no la habían secuestrado, Angelina se había enamorado de otro.
No, ninguno de la familia lo sabía, solo esta hermana, la más compinche. Angelina le había hecho jurar que no se lo diría a nadie. Pero bueno, rompió el juramento. Y a mí se me rompió el corazón cuando me lo contó. Mi prometida se había enamorado de un cantante de tangos: Oscar Lobianco. ¿Lo ubica?
Claro, usted es muy joven, por aquellas épocas sonaba bastante en las radios. El tipo está de gira por el interior. Angelina y su hermana menor lo van a ver al teatro Victoria. Cuando termina la función, junto con una familia amiga, lo esperan en el hall de entrada. Cruzan dos palabras, miradas: quedan flechados, se citan. Me imagino que habrán tenido un par de encuentros, tras los que planearon la fuga. Le pregunté: «¿Dónde? ¿Dónde se fueron?». La sacudí. «Se fueron juntos a Buenos Aires, no sé nada más», me dijo, llorando. Fui a casa, junté mis cosas en una valija. Esa misma noche tomé el tren. Alquilé una pieza en una pensión. No me resultó difícil encontrar la dirección del tipo: hacía años que vivía en San Telmo, casado con una cantante: Aurelia Monreal.
Eso mismo, ¿cómo que casado?, me preguntaba yo. Rondé la casa unos días. Lo veía a él salir y entrar el auto al garaje. Varias mañanas lo seguí, en taxi, esperaba que me llevara hacia Angelina, pero se bajaba frente a radio Spendid, en Recoleta. Nunca supe dónde ni cuándo se encontraban. Poco después fue vox populi, salió en los diarios: Oscar Lobianco se separaba y viajaba a radicarse en Madrid con una desconocida, mucho más joven que él.
Sí, obviamente, Angelina. El tipo fue excomulgado. La Iglesia pisaba fuerte en aquella época. Su carrera se vino abajo después de eso.
¿Y qué iba a hacer? No podía pagarme un pasaje a España; es más, se me terminaba la poca plata que había traído de Salta y debía el mes de la pensión. Conseguí trabajo de guardabarreras en el ferrocarril Roca. Ni sabía que iba a terminar jubilándome ahí.
Sí, la volví a ver. Pero espere: no pasó un mes desde que ellos habían tomado el vuelo, y a la pensión llegó una carta dirigida a mí, con estampillas españolas. La carta, al igual que la primera, sin remitente. Contenía una única hoja con los labios de Angelina estampados en rouge. Esta vez no decía nada, eran solo los labios.
No sé. Yo les escribía a mis viejos. Tal vez mis cartas llegaban a manos de la hermana menor, y esta le pasaba mi dirección a Angelina. Como sea, los labios estampados siguieron llegándome, cada mes, durante seis años. ¡Seis años! Me mudé tres veces y me seguían adonde fuera. ¿Qué quería decirme?, ¿que se arrepentía?, ¿que todavía me amaba? Y si se arrepentía, ¿por qué seguía con el otro?
¿Escribirle? Primero que no tenía su dirección y, además, aunque la hubiera tenido, aquellas cartas… no habilitaban a ser respondidas. Si ella hubiera querido que yo le escribiera, me lo habría hecho saber. Aquellos labios estampados decían: «Acá estoy, pero no podemos hablar» En el 63 volvió al país con el cantante y dos hijas. Sus cartas dejaron de llegar. Me enteré de que ellos estaban construyendo un caserón en Avellaneda, a tres cuadras de la Mitre, atrás de la sede de Independiente. Yo vendí gran parte de mis libros y me deshice de todos mis ahorros de ferroviario. Así llegué a comprar un terrenito de 10 x 20 e instalé una prefabricada, a dos cuadras. Ella nunca supo que yo vivía cerca. Cada tanto la veía pasar, acompañando a las nenas al colegio. Alegre, con la misma carita y el mismo cuerpo que yo recordaba.
No, yo me había dejado barba y bigote. No creo que ella me reconociera; a menos, claro, que yo me hubiera presentado.
No me daba para acercarme si ella no me habilitaba. Parecía muy contenta con su vida, yo no quería traerle ningún problema. Aunque sintiera el corazón desbordado de celos, no iba a pasar por sobre su voluntad. Angelina había elegido tener a esas hijas con ese padre y yo quería que le fuera bien. Qué quiere que le diga, yo era feliz viéndola feliz a ella.
Por supuesto que conocí a otras, pero nunca pude entregarme por completo a ninguna. Funcionaban como un paliativo: los besos, las caricias hacían que me olvidara de Angelina por un tiempo. De a poco iban haciéndose insulsos. Después de unos meses, me sinceraba y les decía adiós. Así se me fueron pasando los años, ninguna de mis parejas llegó a consolidarse lo suficiente como para formar nido. Me quedó la fantasía de haberme casado, de criar a una familia numerosa. Adoro a los chiquitos, ¿sabe?
Cuando me jubilé, en el 2003, me vine a vivir a Turdera. Decidí que, sin ser padre, sería abuelo: empecé a disfrazarme de Batman, a regalar globos y caramelos a los pibitos de la plaza. Ahí encontré mi felicidad. Ellos se transformaron en mi familia, una mucho más numerosa de la que nunca había imaginado.
A ella le perdí el rastro… hasta el domingo pasado.
No, me contactó ella. Después del almuerzo, la encargada recibió un llamado para mí, alguien que se había identificado como «una excompañera». Yo paseaba por el parquecito de atrás del geriátrico, una de las enfermeras salió a buscarme. Para cuando llegué, del otro lado habían cortado. Volvieron a llamar, levanté el tubo: «¿Samuel Benavídez? Soy Angelina Sayago». Se me debilitaron las piernas. Me desperté en una camilla de la enfermería. Dijeron que se me había bajado la presión. La enfermera no entendía por qué, si no soy de tener baja presión. ¿Cómo explicarle? Angelina volvió a llamar al día siguiente, a la misma hora. Esta vez me acercaron un banquito. Imagínese, la charla duró dos horas. Me enteré de que su marido falleció hace tres años, que las dos hijas se recibieron, una de ingeniera, la otra de arquitecta. Se habían casado, le habían dado cinco nietos. Mientras ella hablaba, yo envidié la dicha de aquel cantante que había dejado su carrera y había acompañado al amor de mi vida, pero más me concentré en ella. Sin duda, había sido feliz. «¿Y vos? —me dijo—, ¿qué fue de vos?»
¿Y qué iba a decirle?, ¿que tuve varias parejas que no funcionaron?, ¿que la esperé toda la vida?, ¿que nunca quise hijos que no fueran de ella? No, le hablé de mi jubilación y, vagamente, de la poca familia que me quedaba allá en Salta. Le conté, eso sí, de los chicos de la plaza, y que me disfrazaba de Batman para llevarles globos y caramelos.
Se mató de risa. Como si no hubieran pasado los años, esa risa sonaba exactamente como yo la recordaba, aunque, claro, ya era historia. Miré la hora: se me hacía tarde para ir a la plaza. Nos despedimos, sin quedar en nada. Yo estaba en las nubes, pero, aun así, ni bien colgué, me apuré a buscar mi disfraz. Acá me conocen, jamás dejaría pasar un domingo de sol. Llegué a la plaza. Estaba repleta. Ya no puedo disimular los años, las arrugas, las canas, esta joroba, ¿vio? Los chicos se dan cuenta, ellos no tienen pelos en la lengua. Y es muy cierto eso de que Dios habla por boca de los niños. Se me acerca un querubincito a pedirme un globo. «Estás viejo, Batman», suelta sin ninguna diplomacia. Mientras se lo inflo, me pregunta si todavía persigo a los malos. Le explico que eso era antes, que ahora me jubilé. Se queda con los ojos grandes, mirándome.
«¿Y cuándo dejaste de luchar?», dice.