El Alberto para la oreja antes que los otros perros:
—Escuchen… ¿La escuchan? ¡La misma de la otra noche!
La Negra se queja:
—Shhh, dejanos dormir.
Son las dos y media de una helada noche de agosto. Los cuatro hermanos yacen acurrucados en el porche, que asoma a una calle olvidada por la ciudad. Una veleta con el pato Donald apunta en dirección contraria al río Quequén. Silban las ramas peladas de los plátanos. Se oyen, débiles, los ronquidos del amo.
El Alberto insiste:
—No. Escuchen… Se acerca. ¡La misma de la otra noche!
Todo el mundo sabe que el Alberto está loco.
—Hermano, dejanos en paz, queremos descansar —se vuelve a quejar la Gorda, esforzándose en contestar sin despertarse.
—No, escuchen, escuchen. ¡Es la misma moto de la otra noche! El tipo que me tiró la patada. Se acerca.
El Alberto se incorpora, gruñe y apunta su hocico, rígido, hacia donde doblan los vehículos. Se trata de un peluche polvoriento: boca pequeña, ojos achinados, pompones en las orejas, cola rígida y desflecada como un plumero que le asoma sobre el pelo rizado en circulitos. Cuando acomete, no se sabe si va a ladrar o a balar.
Sin permitir que escape el preciado calor que acumula bajo su barriga, la Negra iza con desgano las orejas carnosas. Capta el sonido. Odia admitirlo, pero el loco tiene razón. Se balancea, gira un cuarto de barril y se incorpora. Llama a los otros:
—Pst. Escuchen… La moto de la otra noche —El viejo Federico y el Obiguán despegan los párpados soldados por las lagañas.
Federico se levanta quejándose, en una secuencia de movimientos que le hacen crujir la pelvis. Aun descaderado, su perfil negro, llovido de canas, se eleva una cabeza por encima de los demás. Debajo, Obiguán, el benjamín del grupo, se pone en pie de un salto; un cuerpito elástico, forrado de vaca Holando-Argentina, que exhibe el brillo del cuero recién comprado.
Alberto, en guardia, con los ojos vidriosos fijos en la bocacalle, comienza a hipar pequeños ladridos.
El sonido de la Garelli 1960 se le va instalando entre los pelos de las orejas, como una abeja que no se puede espantar. Crece y crece adentro de sus oídos. Le rasga los tímpanos y se le mete en el cerebro. Se regocija dentro de su cabeza, punzándolo una y otra vez. La matraca aguijón lo pincha desde todos lados. No hay dónde esconderse.
La moto desemboca en la esquina: sin duda se trata del pendejo de la otra noche. El desgraciado, casco en mano, hace un zigzag, endereza y tira un corte, un petardo, anticipo de la guerra de Año Nuevo, que rechina en las muelas del pobre Alberto.
—¡Despiértense, viejos de mierda!
Los profundos baches frente a la casa de los cuatro hermanos han resistido las elecciones de los últimos cuarenta años. Los votantes transitan poco esta calle, la preferida de los camiones. Aun pasado de cerveza, el chico se da cuenta: o disminuye la velocidad o la Garelli se le parte en dos. Toca los frenos y aprovecha a lanzar un nuevo petardo, que estalla en los oídos de Alberto.
—¡Arribabajo! —ladra.
Los otros perros se miran entre sí.
—¡Arribabajo! —repite.
—¡Arribabajo, arribabajo, arribabajo! —El loco, con los pelos erizados, se lanza hacia el motociclista.
Alberto no se zambulle a atacar la pierna, como la otra noche, sino que, de un salto tan inesperado como ornamental, se arroja a morder la cara del enemigo.
El chico llega a cubrirse, pero suelta el manubrio. La rueda delantera se clava en uno de los pozos. La moto corcovea y se detiene. Vuelan los dos por encima del manubrio. Giran, en danza por el aire, humano y perro que lo orbita con los dientes enganchados en su pulóver. Golpe seco. Casco que rueda. Alberto cae sobre el abdomen del maldito. Salpicón rojo sobre el asfalto. La cabeza abierta libera vísceras grises.
—¡Vengan vengan vengan! —ladra Alberto.
—No llora —dice Federico.
—¡Miren! —Obiguán mueve la cola—. ¡Chorrea!
—Comida —dice la Negra. Se inclina y apoya la palma de su lengua sobre un lago viscoso que empieza a untar el asfalto—. Dulce.
—¡Ni se te ocurra! —la reta Federico—. En un rato esto se va a llenar de dospiernas.
Silencio.
Pasan los minutos.
Nadie viene.
El loco vuelve a hipar sus amagos de ladridos, apunta a la misma dirección que antes.
—Escuchen… ¿Escuchan?
Antes de orientar los oídos los ven asomarse a la bocacalle: los treinta perropardos del Bajo.
Y, al frente de la jauría, Diógenes, el orejacortada.
Los hermanos tiritan.
No los ven sino a la hora de la basura, es decir, de la comida, entre las siete y las ocho de la noche, cuando los perropardos acuden atraídos por el aroma embriagador. Viven sin amo, han cavado sus guaridas en las lomas de la ribera. Se alimentan de lo poco que logran cazar: pájaros, roedores y alguna que otra liebre. A la noche suben, como un desborde de cuerpos oscuros, a desgarrar las bolsas de residuos.
Diógenes los encabeza hace dos años. Nadie se ha atrevido a desafiarlo desde que degolló al colosal Sherman, en la pelea épica que le otorgó el liderazgo de la jauría y el apodo.
El jefe eleva el hocico. Los perropardos detrás de él lo imitan.
—¿Qué hay ahí? —dice.
Federico deja transcurrir un par de segundos. Habla con lentitud para que su respuesta no suene a desprecio.
—Nada, un humano —dice. Ladea la vista para evitar los ojos del perrazo—. Muerto.
Obiguán huele el miedo de sus hermanos.
—Eeeh, sangre, eeeh, dulce… —dice, antes de callarse, amonestado por la mirada fulminante de Federico.
Diógenes le perdona la vida al cachorro. A una indicación suya los perropardos se acercan, rodean el cuerpo.
—Ustedes váyanse a dormir. Nosotros nos encargamos —Mira fijo a Federico, que al instante baja la cabeza.
El jefe no espera respuesta, se adelanta y envuelve con los incisivos el pabellón de una oreja del motociclista. La desprende de un tirón, liberando un chorro de sangre tibia que le baña las patas. Como si hubieran descorchado una botella de champagne, la jauría se abalanza sobre el desafortunado. Una orquesta deforme de mandíbulas y gruñidos que se disputan los despojos sanguinolentos.
Media hora después, la piel, los músculos, los órganos y la mayoría de los huesos del chico indigestan a los treinta vagabundos del Bajo. Sobre el plato del asfalto, las lenguas han limpiado hasta la última mancha roja.
Los perropardos se retiran. Arrastran a sus madrigueras el cráneo y los huesos más duros de roer.
Silencio.
El policía de enfrente abre el portón de su garaje. Saca su camioneta. La acerca a la Garelli. Abre la puerta de la caja. Intenta levantar la moto. Imposible, pesa demasiado. Putea.
Se abre, quejosa, la puerta de la señora Barre-vereda-al-alba. Esta se acerca con los hombros cubiertos por un poncho, apoyándose un chal sobre la boca. Chirría la verja del taller, del que asoma el mecánico, enfundado en su overol grasiento. Se deja ver la luz amarilla del consultorio, contra la que se recorta la silueta del médico, vestido de jogging.
Los cuatro se organizan alrededor de la moto; no hablan, solo emiten nubes de vapor. Consiguen subirla a la camioneta. La aseguran con correas. Agregan el casco, unos cuantos retazos de tela y fragmentos de borceguíes ensangrentados.
La camioneta se va. Vuelve a la media hora.
Los perropardos también vuelven, pero a las tres de la mañana de todas las noches siguientes.
Se esconden detrás de los árboles que rodean los pozos, allí donde las motos tienen que frenar.
Ningún vecino se atrevería a espantarlos.