Después
Esa mañana, los cubiertos no tienen por qué chocar entre sí hasta que asomen el cuchillo de untar con mango de marfil y la cucharita preferida, la grande, la de té.
La manteca y la mermelada pueden continuar tranquilamente su hibernación en la puerta de la heladera.
La plancha no debe esforzarse en hacer de tostadora.
La pava eléctrica no se ve obligada a soportar la frustración de sus burbujas, ansiosas por hervir y detenidas a punto de lograr su cometido.
El agua caliente no despabila al termo, que no tendrá que humillarse inclinándose en repetidas reverencias —sí, señor; sí, señor— ante el supremo mate.
No despiertan al mate a golpes y sacudidas, obligándolo a vaciarse para llenarlo otra vez, no le encajan la bombilla, y no ocupa su puesto, al borde de la bandeja.
La bandeja no carga ni mate, ni termo, ni platitos con manteca y mermelada, ni tostadas, ni cubiertos, ni servilletas. Y, por sobre todo, no sufre la rutina del plan de vuelo con aquellos pasajeros en el lomo: despegar de la cocina entre el humo agrio y azul, planear sobre las sillas del comedor, traspasar el estrecho hueco de la puerta del dormitorio, aterrizar en penumbras sobre los morros del acolchado.
En el comedor, un rayo del amanecer muestra una hilera de motas de polvo, que bailan mudas al compás de una música secreta. La luz choca contra un estante alto, donde presta resplandor a una radio, parapetada como un búho, con ojos de dial y de volumen bien abiertos. La radio emite un satisfactorio silencio. Y en la ausencia de aquella cháchara de noticias puede oírse, con toda claridad, el reloj que, como un director de orquesta, repiquetea la batuta de su segundero.
Sobre la mesa, brilla una taza. Y en la taza un negrísimo lago de café que no para de entibiarse. A pesar de que, en un momento, le llueve una rabiosa y caliente gota de agua salada.