El mobiliario

El escritorio emulaba sin envidia a una mesa, un sillón, una cama, un pedazo de su vida atiborrada de recuerdos.
En ese mundo perfectamente imperfecto, las canciones tarareadas por sus vecinos, revivian su espíritu libre, sin prejuicios, el que podía calzar unos jeans o un vestido de lino.
El aire olía a café en la mañana, a pino en la tarde, y a cielo en la noche. Con puntualidad, el camión de la basura pasaba justo cuando olía a cielo, llevandose ruidos y olores para que ella empezara a quedarse dormida.
Un día, circular como las pizzas que se amasaban los sábados por la noche en la casa de su papá, era una odisea digna de disfrutarse con las manos abiertas,la felicidad sabia a eso, a espera, a silencio, a manzanas verdes listas para convertirse en una tarta.
La melancolía había pasado como un carro perdiendo de a poco los melones, se sabía única, brillante, miedosa, deseada, ansiosa, pudiendo hincarle el diente a la vida como si de
un durazno se tratara, bancándose la pelusa.
Era su lugar, lleno de cachivaches que otros habían desechado, y hablaban su propio idioma, con un perfume místico que a eso de las tres de la mañana invitaba a correr por
campos de trigo, desiertos de arena, o cualquier lugar teñido de amarillo, su color favorito. Desechable, para ella obras de arte que esconden mensajes encriptados y uno a uno iria descifrando con el correr de los días.

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