—El tesoro está al fondo, en el pozo —le dijo Berta.
—¿En qué pozo? —preguntó él.
—En el que vas a cavar, abajo del foco de la cocina —dijo ella mientras sonriente se disolvía en una niebla dorada e iba adoptando la forma de un cofre colmado de monedas.
Entonces el viejo Fermín se dio cuenta de que estaba dormido y despertó.
Así, siete noches seguidas.
Hubieran podido salvarla a doña Berta, si hubieran tenido la plata. Había que cambiarle unas válvulas del corazón, pero la operación salía un ojo de la cara; por supuesto, PAMI no la cubría. Vivían solos en una casita prendida a las laderas de La Falda, en Córdoba. No les quedaban parientes a quienes acudir. Publicaron la propiedad en las tres inmobiliarias más importantes, pero antes de que pudieran venderla, a doña Berta la llamó Dios.
Después, Sandoval lo vería varias noches al viejo —o a la brasa del pucho que representaba al viejo—, flotando en el porche con las luces apagadas, buscando conversación. Pero Sandoval volvería de la obra con el cuerpo molido y apartaría la mirada de aquel portal en el que, más de una vez, había conversado con doña Berta. Aunque le diera pena, no había nada que pudiera hacerse.
Una tarde que lo soltaron de la obra dos horas antes, vio que don Fermín lo llamaba con la mano.
—Sandoval, ¿usted podría prestarme una pala? Necesito cavar un pozo.
Al peón se le cruzó la disparatada idea de que el viejo querría enterrar los huesos de su mujer.
—Es por un sueño, ¿sabe? —dijo Fermín, bajando la voz, y terminó contándole.
—¿A usted le parece? —reflexionó Sandoval cuando el otro terminó el relato—, ¿quién iba a dejar un tesoro enterrado?
—No me dijo.
—¿Así que siete veces el mismo sueño?
—Usted no diga nada, no quiero que me tomen por loco, nomás le pido la pala.
Como quien no quiere la cosa, Sandoval le prestó al pobre viejo un pico y una pala de punta y se fue a dormir.
Al día siguiente, el capataz se había puesto cargoso. O, quizás, siempre había sido cargoso, pero después de que el peón había visualizado el cofre con un montón de monedas de oro, le parecía más insoportable. ¿Quién se creía ese petiso, que no les dejaba tomar ginebra, que les bajaba el volumen de la cumbia, que se agrandaba cuando firmaba las planillas? Entrando al barrio, Sandoval vio que el viejo sacaba a la calle una bolsa de arpillera con escombros. Después, en mitad de la noche, creyó oír el pico, ¿o era la pala?, que se clavaba en la tierra, con una cadencia lenta pero constante. Imposible que lo hubiera despertado ese retumbo apenas perceptible, si él se jactaba de que una vez que pegaba un ojo podría pasarle un tren por encima que…pero, ¿y si el viejo tenía razón?, ¿y si había un tesoro enterrado abajo de la casa? Después de todo, doña Berta había sido siempre medio bruja, le curaba el empacho a los pibes, andaba con eso del tarot. Aparte, Sandoval había escuchado en la radio del oro de los nazis que se habían refugiado en La Falda después de la caída de. ¡Ey! ¿No era hija de alemanes, doña Berta? ¡Sí!, si tenía ese apellido…Burke, Bruike, algo así.
Tras otra jornada en la obra, Sandoval volvió agotado por el esfuerzo físico más la batalla mental de no salirse de las casillas y acogotar al infumable petiso. Esa noche, el cigarro de don Fermín no flotaba en la oscuridad del porche, estaría adentro, cavando. Pasó a golpearle la puerta. Al rato apareció la figura del viejo, con unos pantalones y una musculosa amarronados con tierra.
—Y… ¿cómo va la obra? —le preguntó.
—Bien, hijo —el viejo aprovechó la pausa, sacó un paquete de cigarrillos, le convidó unos Philips negros que le hicieron picar la garganta.
—¿Le hace falta algo? —Tosió—, puedo conseguirle una carretilla, si quiere.
—Pasá, mirá —dijo don Fermín—. Voy de a poco.
Sandoval llegó a la cocina y tuvo que reprimir una carcajada: el pozo tenía, a lo sumo, veinte centímetros de profundidad.
—Voy de a poco —repitió el viejo.
—¿Y a qué profundidad está el tesoro? ¿No le dijo doña Berta?
El viejo se rascó la cabeza con las uñas renegridas.
—¡Si la hubieras visto! Sonreía, se veía tan contenta, tan bien… —dijo, bajó la cabeza como para mirar el pozo, respiró hondo.
Si había algo que a Sandoval lo irritaba más que el llanto de una mujer, era el llanto de un hombre.
—Oiga —le dijo, mientras le apoyaba la mano en el hombro y simulaba que no se daba cuenta—, ¿y si le doy una manito?, ¿cuánto me pagaría?
El viejo se sonó la nariz con el borde de la musculosa antes de levantar la cabeza. Lo miró con los ojos vidriosos.
—Hijo, no… no puedo… ¿con qué voy a pagarte? Imaginate…: se me fue mi viejita porque no pudimos cubrirle la operación y después —la boca se le abrió en una mueca horrible, como si le dolieran las muelas—, ¡después no me alcanzó ni para el cementerio!
Sandoval maldijo el momento en que se le había ocurrido acercarse a golpear la puerta. No podía intuir que por el resto de su existencia, recordaría ese instante en el que, buscando acabar de alguna forma con el melodrama, dijo:
—Tranquilícese. Yo le ayudo. No necesita pagarme, pero si encontramos el tesoro usted me da la cuarta parte. ¿Estamos? —El viejo se quedó duro, con las lágrimas al borde de la represa —Dígame, don Fermín, ¿cuánto hay que cavar?.
—No sé, ni idea. Berta no me dijo. Pero el tesoro está acá abajo. Te lo aseguro.
—Es hoy —le dijo Berta.
—¿Hoy qué? —preguntó él, que corrió a abrazarla.
—Lo que te dije —dijo ella mientras se difuminaba.
El viejo Fermín se despertó llorando, con los brazos cruzados tratando de apresar la nada.
Sandoval había cavado una hora exacta por día y, seis meses después, el pozo iba por los treinta y nueve metros de profundidad. Para prevenir el desmoronamiento, el peón de albañil había apuntalado las paredes con tablones y aros de hierro. Instaló luces en cada tramo, un bombeador de oxígeno, y un precario pero eficiente montacargas, que servía tanto para él como para los baldes de tierra que debían izarse a la superficie. Todo pagado de su bolsillo y meticulosamente anotado en un cuaderno que compartía con don Fermín.
Se había tomado la empresa como una apuesta, como esos tipos que le juegan al mismo número a la quiniela todos los días. Claro que había tenido dudas, cuando el pozo iba por los diez metros, más cuando iba por los veinte, y muchas más a los treinta; pero en cada ocasión había razonado: «Mirá si dejo de cavar ahora, y el tesoro está ahí, a un metro o dos». Sería como un tipo que deja de seguir un día al numerito y este sale. Aparte, todas las noches ya venía con el cuerpo roto. Qué le hacía romperlo una hora más. Ya se lo tomaba como un hobby.
Lo que no podía tomarse como un hobby era a don Fermín. El vejete había enloquecido y buscaba sumarlo al club de los locos hablándole todo el tiempo de doña Berta. Que cuando la conoció, que lo rechazaron los suegros, que no habían querido tener hijos, que cuando viajaban a la costa, que el color de los calzones. Había tapizado las paredes de la cocina con cientos de fotos, sobre las que había anotado, con lápices de labios, como si fuera doña Berta quien las escribiera, frases como: «No te olvido, Fermín», «Te extraño, Fermincito», «Te amo, mi viejo». Ni bien llegaba, el peón procuraba meterse lo antes posible al pozo, cosa de no escuchar ni ver ninguna de aquellas incoherencias. Aparte, si le daba bola, por ahí al viejo se le fugaba un lagrimón.
—¡Es hoy!, ¡es hoy! —le dijo don Fermín ese día, llorando, ni bien Sandoval cruzó la puerta.
—Ajá, bien —dijo Sandoval, y se apuró a meterse en el montacargas— Ya lo veremos.
—Me lo dijo Bertita —agregó el viejo, pero el ruido del motor se comió sus palabras.
Fue ese día, el martes 18 de septiembre —la fecha se celebra anualmente en la empresa Sandoval Construcciones S.R.L.—, cuando el pico de Sandoval chocó contra algo metálico. El chasquido ascendió hacia arriba, junto con el grito de Sandoval, quien cavó frenéticamente hasta que afloró el cofre, ubicado exactamente en el centro del pozo. El peón sintió que se le aflojaban las piernas y cayó de rodillas como ante Dios. La cerradura, abierta, invitaba a abrirla. Cuando lo hizo, una cascada de monedas doradas rebalsó hacia el piso. Sandoval se llenó las manos y las llevó hacia la cara, como si quisiera lavársela en oro.
Temblaba mientras subía montado sobre el cofre como un pirata sobre el puente de mando de un galeón. Allá arriba, la cara del viejo, asomada al pozo se había transformado en un acuífero donde confluían mocos, babas y lágrimas. Se abrazaron como dos dementes. Sandoval había realizado la totalidad del trabajo y ahora le correspondía el veinticinco por ciento de todo aquello.
Solucionó el problema con un simple empujón.
Y cuando, tras la sorpresa, Fermín venía cayendo, más o menos por la mitad del pozo, una sonrisa le iluminó la cara, porque comprendió cuál era el tesoro que encontraría al final.