El último acto de Abelardo Torres

En la jodida y solitaria existencia de Abelardo Torres, sus penas eran como las putas: abundantes y siempre dispuestas a dar un mal servicio. Un veterano de la Tercera Guerra Mundial que le faltaba un brazo gracias a ese infierno, y que su único consuelo era ahogar sus penas en un océano de whisky barato. Para rematarla, su gran amor, Matilde, murió culpa de un cáncer fulminante apenas él regresó de esa guerra de mierda.

Abelardo, con su adicción al whisky y sus noches de amargura, se convirtió en un peso que su hija ya no estaba dispuesta a cargar. El viejo, en su constante caída hacia la oscuridad, dejó de ser el padre amoroso y presente que ella recordaba de su infancia. Las llamadas telefónicas de auxilio, las visitas inesperadas a la casa, las internaciones de urgencia, todo se convirtió en un bucle interminable de decepciones.

Un día, su hija, como un último acto de amor, le trajo un paquete, que cambiaría la dinámica de la soledad eterna de Abelardo. Dentro de la caja dormía un robot de esos modernos, un juguete para sacar a pasear a un anciano miserable. Ni siquiera me molesto en describir la forma del cacharro metálico, que cada lector lo imagine como un Terminator o un R2-D2.

El viejo, más terco que una mula, se negó a conectar el puto robot porque para él, abrir esa puerta de la soledad significaría exponerse a una vulnerabilidad que había enterrado bajo capas y capas de amargura y whisky. Para él, la conexión humana era un lujo que perdió en las trincheras, y ahora se aferraba a la autodestrucción como única forma de lidiar con la mierda que había visto, pero, sobre todo, con la pérdida de Matilde. Conectar el robot sería aceptar que, quizás, la ayuda podría venir de lugares inesperados, y eso iba en contra de su teatralidad autodestructiva. Y así, en su terquedad de veterano herido, dejó al robot en un rincón, ignorando la posibilidad de que esa máquina pudiera ser su tabla de salvación en medio del naufragio de su mísera existencia.

Una noche, después de una borrachera de campeonato, su corazón decidió tomarse un descanso sin previo aviso. El viejo, con sus entrañas nadando en un océano de bourbon, se tambaleó por su propio campo de batalla. Las botellas vacías resonaron como fantasmas de sus desgracias, mientras el alcohol impregnaba cada esquina de la habitación. Las paredes de la casa, testigos mudos de décadas de autodestrucción, contemplaron imperturbables la caída de un hombre que alguna vez fue un héroe de guerra, ahora reducido a un borracho pendenciero y solitario.

En ese instante, fue cuando el robot, como una stripper de cabarulo, se activó. El puto robot, que hasta ese momento parecía más inútil que una calculadora en la facultad de filosofía, despertó de su letargo con una elegancia mecánica; dejó de ser una máquina fría y se transformó en el único testigo del naufragio de Abelardo. El robot, sin juicio ni condena, inició el RCP, con la misma precisión con la que los pajeros ponen billetes en las tangas de las strippers. Presionó el pecho del anciano con una regularidad mecánica, como si estuviera marcando el compás de una canción que solo él podía escuchar.

Luego, le dio un baño y lo colocó en su cama. Después de un sueño de 18 horas, el viejo abrió los ojos, con la resaca cortándole la cabeza como una motosierra mileisiana. La luz, un ataque directo a su miserable existencia, se filtró a través de las cortinas como cuchillas de papel. Intentó incorporarse, pero su cuerpo respondió con la agilidad de un elefante en pedo. El robot, imperturbable en su papel de niñera, le extendió una extremidad. El anciano, como todo buen borracho, le pidió su dosis diaria de whisky rancio. El robot, imperturbable ante la súplica del viejo, le recordó las reglas de Asimov: no podía ser cómplice de un asesinato lento y autodirigido.

El viejo se enfureció, gritó, puteó, y arrastró al robot hasta la cocina. Descubrió que esa mierda de hojalata tiró todas las botellas. Abelardo, furioso como un león con hemorroides, intentó desconectarlo, pero el puto robot estaba más protegido que el culo de un millonario. Lo pateó, lo empujó, y lo arrastró hasta el patio trasero; Allí, se reencontró con el galponcito lleno de recuerdos de su difunta Matilde. Ese santuario de emociones encapsulaba el amor perdido, la nostalgia y la resistencia del viejo a dejar ir el pasado. El galponcito, construido con sus propias manos durante noches de insomnio y días de lamento, era un pequeño edén donde los recuerdos de Matilde se habían preservado como tesoros frágiles.

El viejo, que ni recordaba dónde guardó la llave, le ordenó al robot que le abriera la puerta. Y ahí fue cuando el pasado se desbordó como un remolino de nostalgia. Cajas meticulosamente etiquetadas albergaban los vestigios físicos de la vida con Matilde: vestidos que ya no se balanceaban con la gracia de su dueña, sombreros que alguna vez adornaron su cabeza graciosa, y objetos cotidianos que habían adquirido un significado sacro. Entre tantos bultos, Abelardo encontró una pequeña cajita, como las que guardan anillos, pero en esta ocasión, la cajita custodiaba «la arveja», le decían así, porque su color y su tamaño se parecían a esa legumbre, sino la llamarían de otra manera. Una especie de arveja de la realidad virtual, diminuta y aparentemente insignificante, que encerraba en su pequeño tamaño la capacidad de desatar torrentes de memorias. Sí, en el futuro hasta los recuerdos son un puto aparato. Un dispositivo de realidad virtual diseñado para ser colocado entre los ojos, una suerte de interfaz directa con los recuerdos almacenados en el cerebro.

Abelardo guardó en esa arveja su acceso personal a la nostalgia, una herramienta tecnológica que le permitía revivir los momentos que compartió con Matilde. Una vez puesta, el viejo se sumergió en una caravana de imágenes proyectadas directamente en su campo de visión. No eran solo fotos estáticas, eran recuerdos vivos, fragmentos de tiempo que cobraban vida como hologramas íntimos. Los momentos compartidos con Matilde se desplegaron como una obra de teatro personalizada. La primera vez que se conocieron, los días de risas contagiosas, las noches de abrazos silenciosos. La arveja, con su magia tecnológica, permitía a Abelardo revivir cada caricia, cada palabra susurrada y cada beso suave como si estuviera allí, en el momento mismo, atrapado en la red de la realidad virtual de sus propios recuerdos.

El viejo, en pleno llanto, le pasó la arveja al robot, y este, cual espectador de un nefasto drama humano, vio cómo la vida de Abelardo se desplegaba como un desfile de desgracias. Los recuerdos de Abelardo, aunque solo fueran datos para el robot, eran como un código secreto que se esforzaba por descifrar.

Los días y los meses se volvieron una mezcla de tormento y redención. La arveja, como una droga que ya no podía dejar, era al mismo tiempo el bálsamo y la herida abierta. Abelardo, entre la agonía de la abstinencia y el éxtasis de la remembranza, se enfrentaba a sí mismo a través de la pantalla virtual de sus recuerdos. Y el robot, ya bautizado con un nombre de mierda, que mejor ni lo digo para mantener este relato en modo drama, era testigo imperturbable; estaba allí para contener la furia de las emociones desbordadas de Abelardo.

Un día, el viejo le pidió al robot que salieran a dar una vuelta. La solicitud, rodeada de la melancolía de la tarde, resonó en la sala vacía como un susurro de nostalgia. Abelardo encaró el mundo exterior con la incertidumbre de un navegante que había perdido el rumbo. Mientras caminaban, le narró al robot las historias de la ciudad, los escenarios que fueron testigos de su juventud y los rincones que guardaban los fragmentos de su corazón roto. La vuelta se convirtió en un viaje a través del tiempo, donde las calles conocidas se entrelazaron con las sombras de los recuerdos. El robot, sin comprender totalmente la profundidad emocional de las historias que le contaba Abelardo, fue el testigo mudo de la búsqueda del anciano por reconectar con un mundo que se desvanecía entre sus dedos. Y así, entre las luces titilantes de la ciudad, el ruido de los vehículos que pasaban, el grito del insoportable gentío, Abelardo dio una última orden:

 

—¡Empujame, ahora!

 

Justo en ese puto instante, como si estuviera coordinado por algún guionista cósmico, pasó un camión. La ironía del universo se manifestó en la sincronía perfecta de eventos, como si el destino, con su peculiar sentido del humor, hubiera decidido intervenir y dar fin a la historia de Abelardo. 

El robot, que durante un tiempo fue su compañero y confidente, se autodestruyó en un sacrificio mecánico en aras de la regla inquebrantable de Asimov.

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