Hierros viejos

Al igual que en aquel día de mi infancia, hoy miro las vías del ferrocarril y siento que me bajan dos lágrimas. Como ayer, trato de no pensar mucho, prefiero convencerme de que las lágrimas se deben a ese olor ácido de los hierros viejos.

En aquella época mi mamá se la pasaba de aquí para allá, limpiando casas. Yo iba al jardín a la mañana, a salita amarilla, mi hermanita ni siquiera había empezado. Éramos demasiado chicos para que nos dejaran solos. Entonces, todas las tardes, mi hermana y yo ayudábamos a mi abuela con las cosas de su casa. A veces salíamos a pedir para ella.

Aquel día almorzamos y ella no nos habló, porque estaba enojada con mi mamá. Recién se le pasó la bronca después de comer, cuando lavaba los platos, y nosotros secábamos y acomodábamos.

—Prepárense porque nos vamos a pasear al río —dijo, con las manos metidas en la pileta.

—¡Sííí! —gritamos. El río nos encantaba.

Mi abuela se secó las manos, caminó hasta la pieza, se sentó en la cama y se sacó las chancletas. Se calzó unas zapatillas Flecha, se quejó de que le apretaban los juanetes. Antes de salir, se cubrió la cabeza con un pañuelo florido. Me hacía acordar a la abuelita de Caperucita Roja, esa que nos habían enseñado en el jardín.

Era una de esas tardes templadas de invierno, de cielo despejado, sol débil y árboles inmóviles. A la hora de la siesta, la Terminal de Ómnibus parecía dormida de tan quieta. Caminábamos y escuchábamos el ruido de nuestros pasos, no se veía un alma en la vereda, ni un auto en la calle. Después de la terminal venían los terrenos de la ribera en los que nos fuimos internando. El panorama era más o menos el mismo que ahora: canchas de fútbol abandonadas, eucaliptos, pajonales, colas de zorro. Llegamos hasta la barranca del río. Descubrimos un hueco por el que descendimos.

El río estaba bajo y había liberado una playita estrecha. Nos pusimos a correr ahí. A la abuela no le importaba que nos enchastremos. Es más, ella misma vino a jugar con nosotros y se quedó pegada en un pozo de barro. ¡Arenas movedizas! Habíamos visto esta escena varias veces en Tarzán, que pasaban por la tele en blanco y negro. Sabíamos cómo actuar. ¡Quieta, abuela, no te muevas! ¡te rescataremos antes de que lleguen los cocodrilos! ¡Tú, hermana, empuja allí! ¡No, abuela, no morirás! ¡Lo lograremos! ¡Agárrate de mi mano para que puedas salir! ¡Así! ¡Así!

Muerta de risa por la aventura, mi abuela propuso remontar el río, así que seguimos caminando por aquella lengua de barro entre la barranca y la orilla. Debíamos, eso sí, estar atentos, para no caer en nuevas trampas. Así avanzamos, conquistando territorios inexplorados, cuidándonos de las arenas movedizas, los cocodrilos, los leones y los indios Sioux; arrojando piedras y espantando cangrejitos. Solo nos detuvimos cuando la playita de barro terminaba, junto a los pilares y el terraplén del viejo puente ferroviario. Admiramos, allá arriba, los travesaños colocados por gigantes, la madera agrisada por la lluvia y el sol —todavía faltaban cinco años para que, en una inundación, la corriente enardecida los derrumbara.

Aunque ya se hacía la hora de regresar, mi abuela miró el terraplén, nos desafió:

—¿Quién se anima a trepar esta montaña?

Se trataba de una cuesta empinada, plagada de cardos, una misión difícil. Pero nosotros éramos de pronto montañistas expertos. Preparamos la escalada, quebramos unas cañas de hinojo que usaríamos como bastones. Mi abuela nos enseñó un cantito:

.Eran tres alpinos que venían de la guerra

Eran tres alpinos que venían de la guerra

Ría, ría, rataplán

Que venían de la guerra.

La abuela nos contó que los alpinos eran hombres de las montañas. Iniciamos el ascenso y minutos después llegamos a la cima, polvorientos, pinchados, cargados de abrojos, exhaustos. Nos proclamamos soberanos de la montaña, respiramos hondo, gritamos. Las vías nos rodeaban y se alejaban como serpientes de plata sobre los durmientes del puente.

—¿Cruzamos al otro lado, abu?

—No. Es muy peligroso. Vamos.

Insistí. Ella frunció las cejas, me repitió que no, me dijo que estaba prohibido. Luego tomó la manito de mi hermana, dio media vuelta y empezó a caminar. Las seguí a poca distancia, arrastrando los pies, con el puente tentador a mi espalda. Avanzamos sin hablar, hasta que, a la derecha, divisé el techo tiznado de un galpón.

—Ahí trabajaba el abuelo, ¿no?

—No, él manejaba la locomotora, esos son los talleres. Es el lugar de los que arreglaban las máquinas, los vagones.

Sonrió y nos describió el mundo del ferrocarril, que pareció emerger desde los pastizales:

—Allá tocaban la campana cuando un tren salía o llegaba. Esos son los cambiadores de vías. Aquel es el tanque. A esa manguera le decían la cigüeña y se usaba para darle agua a la locomotora. Ahí estaba el andén donde esperaba la gente. Más allá hay como una calesita para girar las locomotoras.

—Quién se murió —interrumpió mi hermana, apuntando a una señal oxidada al lado de la vía.

—No, querida, no es una cruz, es una equis; se usaba para decir que acá hay un cruce de vías —explica mi abuela—. ¿Ves?, estas van allá, al andén, y estas otras van a los talleres donde vamos nosotros.

Ya me había hecho amigo otra vez de mi abuela, cuando llegamos frente al galpón del techo tiznado. Mi abuela golpeó las manos tres veces.

Se abrió una puerta y apareció un hombre muy alto, encorvado y alto, oscuro y alto. Ni bien lo vio, mi hermanita ser refugió detrás del vestido de mi abuela. El hombre levantó una mano y se acercó. Tenía la piel curtida, el cabello corto, crispado. Vestía un guardapolvo azul lleno de manchas de aceite negro.

—Varela —dijo mi abuela.

—Hola —dijo el tipo.

—Me preguntaba si seguía acá.

—Ya lo ve. ¿Sus nietos?

—Así es —dijo mi abuela.

El hombre averiguó nuestros nombres. Se rio como si le hubieran contado un chiste.

—Y… ¿les gustan los chocolates? —dijo, mirando a mi abuela.

—¡Sí! —dijo mi hermana, y asomó la cabeza tras el vestido.

El hombre miró a mi abuela.

—Los dos —preguntó.

—No, esta sola—dijo mi abuela, señalando a mi hermana.

El hombre habló cosas de grandes con mi abuela. Nos pidió que lo esperáramos. Cuando volvió metió la mano en un bolsillo de su guardapolvo y nos ofreció dos chocolatines blancos.

Mientras los degustábamos, metió la mano en el otro bolsillo y le dio algo a mi abuela. Después sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y lo fumó con tranquilidad. Contempló el puente un largo rato, como si nosotros ya no estuviéramos allí.

El hombre mató la colilla del cigarrillo con el taco. Descendió la cabeza hasta nuestra altura y, en voz queda, nos reveló un secreto: adentro del galpón se escondía una fábrica de chocolates. El problema era que la fábrica tenía una puerta diminuta.

—Los únicos que pueden entrar son los nenes chiquitos —dijo.

Me apenó saber que yo había crecido demasiado y no podría entrar. El hombre me consoló: mi hermana sí iba a poder. Ella iba a traer una bolsa repleta de chocolates para los dos.

Me quedé con mi abuela, viéndolos alejarse hacia el galpón. Recuerdo que el hombre caminaba agachado para que mi hermana llegara a rodearle el dedo índice con su manito.

Cuando la puerta se cerró, mi abuela dijo que ya era hora de volver.

—¿Y Puky?

—El hombre la va a traer a casa más tarde —dijo mi abuela.

No supe por qué, pero en ese momento, como ahora, sentí que me bajaban dos lágrimas. Y aún hoy prefiero creer que se debían a ese olor ácido de los hierros viejos.

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