La certeza de Cayetano Padilla

El licenciado Andrés Rojas vio que su vecino descargaba una gran cantidad de herramientas de la camioneta y le pareció extraño. El hombre cargaba lo que parecía ser un enorme barreno, por lo que Andrés podía distinguir desde la vereda, y continuó con su trabajo descargando picos, palas, tablas y baldes de diferentes tamaños. El licenciado en psicología Andrés Rojas, sacaba su auto del garaje puntualmente todas las mañanas para ir al consultorio a las siete y media. Antes de emprender el viaje de veinte minutos hasta el centro, se quedó observando unos instantes a Padilla, su vecino, luego se marchó intrigado pensando en qué cosa se la habrá ocurrido al viejo de enfrente.

El barrio estaba en una zona residencial de chalecitos coquetos, Andrés se había comprado el suyo diez años antes, cuando se casó con Ana, con el crédito que sacó en el banco de la provincia de Buenos Aires. Pero el viejo Padilla estaba ahí desde que se hizo el barrio, hace como veinte años, era viudo y su único hijo vivía en el Uruguay. A un hombre que andaba cerca de los setenta años, sin familia, con una casa grande y confortable, no se explicaba para qué querría ese arsenal de herramientas propias de quien quiere hacer una excavación grande, pensó Andrés.

Esa misma tarde, cuando regresó del trabajo, Andrés escuchó fuertes golpes que provenían de la casa de Padilla. Y el ruido continuó hasta la madrugada. Después de la pésima noche de sueño, el licenciado saco el auto del garaje y arrancó el día bastante cabreado. En eso, lo ve a Padilla dando instrucciones a un par de jóvenes con ropa de albañil, que acababan de bajar de un Jeep delante de la casa del viejo. Sin mediar un instante, y sin mirar al cruzar la calle, Andrés interpeló al viejo:

—Veo que está haciendo reformas Padilla, ¿no pensará estar dándole al pico hasta la madrugada otra vez?

—Buen día doctor. —dijo el viejo mientras se acomodaba la gorra. —Quédese tranquilo que para la tarde estoy seguro que lo resolvemos, ¡qué voy a estar construyendo!, son los caños de la cocina que va haber que cambiarlos. Quise ver de hacerlo solo ¿vio?, pero las cosas se complicaron. Ahora, con la ayuda de los muchachos, tengo la certeza que en unas horas lo liquidamos.

Andrés no dijo nada, dio la vuelta y se fue en su auto rumbo al consultorio. Esa noche estuvo tranquila, aunque hubo mucha actividad durante el día según Ana, quien antes de acostarse vio desde la ventana que, en frente, todas las luces estaban encendidas.

 

Al otro día, cuando Andrés estaba volviendo cerca de las seis de la tarde, se encontró con un voluminoso contenedor en su calle, justo frente a su casa. Los albañiles de Padilla descargaban, uno después del otro, sus carretillas repletas de tierra. Andrés se bajo del auto, y atajó a uno de los muchachos.

—¿Qué está pasando flaco, ahí, en la casa de Padilla?

El trabajador tendría unos treinta años y le gustaba charlar.

—Sabe que pasa jefe, al viejo este se le soltó el moño, se le puso en la cabeza que hay un montón de oro debajo de su casa. Y nos está pagando quince lucas por día a cada uno, para ayudarle a cavar un pozo hondísimo en la cocina.

A Andrés, los ojos se le abrieron el doble de lo normal, y sospechó que el albañil le estaba tomando el pelo.

—No me jodas flaco, tampoco era para que me salgas con semejante disparate.

—¿No me cree? Bueno compruébelo usted mismo, vaya entre nomás que está abierto, —dijo el muchacho señalando la puerta principal, —lo va a ver ahí adentro del agujero, que ya debe tener como cinco metros de profundidad.

El estado de la casa era caótico, un reguero de barro y escombro lo condujo hasta la cocina, y allí justo en el centro, había un gigantesco hoyo de un metro y medio de ancho. Andrés, con sumo cuidado, se asomó hasta donde estaban las tablas que rodeaban el agujero, y en el fondo, descubrió a Cayetano Padilla llenando baldes con barro. Andrés no podía creer lo que estaba viendo, y enseguida le pegó el grito al viejo:

—¿Qué está haciendo ahí abajo Padilla? Me parece que a esa profundidad no va a encontrar ningún caño agrietado.

—¿Cómo anda doctor?, no lo escucho bien, espéreme un minuto que ahora salgo.

Padilla se puso del arnés, lo enganchó a la polea y uno de los albañiles lo trajo de nuevo a la superficie.

—Le voy a ser sincero doctor, la verdad es que no estamos renovando la cañería.

Como no le quedaba otra, Padilla comenzó a contarle a su vecino cual era el verdadero propósito de la excavación en el medio de la cocina. Resulta que, unas noches atrás, el viejo había soñado que del piso de su cocina brotaba agua y empezaba a desmoronarse. En su sueño, Padilla se caía en el pozo y en el lecho se encontraba con una enorme cantidad de lingotes de oro. Así que, sin ningún titubeo, a la mañana siguiente decidió comenzar a excavar en el lugar exacto donde lo había soñado.

—Más que seguro, que usted va a pensar que estoy loco, pero yo le doy mucha importancia a este tipo de cosas, porque ya me han sucedido. —dijo muy serio Padilla y continuo: 

—Hace como seis años, soñé que pescaba un salmón gigante, hermoso. A los pocos días, fui y me anoté al concurso de pesca en Claromecó, y me gané la 4×4 que está afuera, con una corvina negra de ocho kilos y medio.

Andrés escuchaba atentamente el relato de Padilla mientras que, a la vez, intentaba de recordar como utilizaba Sigmund Freud la interpretación de los sueños para detectar enfermedades psíquicas. Pensó que, a lo mejor, el pobre Cayetano Padilla estaría pasando por una situación económica muy complicada, que estaría necesitando dinero y justo vio en la tele que alguien cocinando se hizo millonario. En su sueño, el viejo encontraba oro debajo de la cocina, y en vez de interpretar ese sueño como una metáfora (poner una rotisería, por ejemplo), él lo interpretó de manera literal y se mandó de una a cavar dentro de la vivienda.

Al rato, ya en su casa, Andrés le dijo a Ana que deberían tratar de contactarse urgente con el hijo del vecino, para que venga cuanto antes a ocuparse del viejo que, a priori, estaba padeciendo un delirio.

—Mañana mismo me voy a comunicar con la clínica, es posible que el hombre requiera internación. —Le dijo el psicólogo a su esposa.

 

Andrés salió siete y media en punto esa mañana, mientras se alejaba, miró por los retrovisores que los albañiles de Padilla ya estaban trabajando. A media mañana, revisó su teléfono, mensaje de Ana: “Llamame en cuanto puedas!”, Andrés llamó de inmediato:

—¡Ocurrió algo terrible! Padilla se resbaló y se cayó al pozo. Los bomberos lo sacaron y trataron de reanimarlo… ¡pero falleció de forma instantánea! —exclamó Ana.

 

Pasó una semana, y esa tarde de jueves, Leandro Padilla tocó el timbre de la casa de Andrés.

—Siento mucho lo que le pasó a tu papá, lamento no haber podido ayudarte. — le dijo sinceramente Andrés al abatido joven.

—Te agradezco. Supe que estuviste conversando con el viejo un día antes; pero esto fue tan repentino. Entendiendo que trataste de ubicarme, por eso quería hablar un momento con vos, deberías estar al tanto de algo muy importante.

Andrés invito a pasar al muchacho, y éste fue directo al grano.

—Papá se murió en el acto… al menos no sufrió nada. Hace un par de días pude entrar a la casa, y lo que vi fue tremendo.

—Me imagino. —Interrumpió Andrés.

—No, no te lo podés imaginar. Cuando entré a la cocina, del pozo rebalsaba un líquido oscuro y espeso; el olor era insoportable. 

El hijo de Padilla, se bebió de un solo trago el vaso de agua que le acercó Ana, y pudo seguir hablando:

—Llamé inmediatamente a los de obras sanitarias, vinieron e hicieron estudios, dicen que el líquido está compuesto de hidrocarburos y ya avisaron a las autoridades. Parece que van a rodear la zona. Al final, mi viejo encontró petróleo en Bahía Blanca.

 

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