—Llámales, diles que quiero confesarme y hacer mi testamento —díjole quien había sido el Quijote a su sobrina.
La sobrina se acercaba a la puerta, cuando irrumpieron el cura, el barbero, el bachiller Sansón Carrasco y Sancho Panza. Desde su lecho, el moribundo les recibió con estas palabras:
—Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano —y les explicó que la fiebre que le había postrado también le había devuelto la cordura, y que de verdad odiaba los libros de caballería, a Amadís de Gaula y a la infinita caterva de su linaje.
—Señor —dijo el bachiller, desasosegado y adelantándose un paso—, no hemos venido a por Alonso Quijano, sino a por Don Quijote, pues más que nunca nos es menester la fuerza de su brazo.
Y pasóle a relatar que a las puertas del pueblo habíase apostado un gigantesco caballero de relumbrante armadura, quien dijo llamarse Trebasel de Arcadia y cuya altura era tal que había ensombrecido a un tercio de la aldea. El caballero porfiaba que en el pueblo se hallaba el famoso hidalgo Don Quijote de la Mancha, también conocido como el Caballero de la Triste Figura, y a quien desafiaba a combate. El gigante había asegurado que, si antes del amanecer Don Quijote no se presentare, destrozaría la aldea, para lo cual, visto su tamaño, le bastarían unos pocos pisotones.
Don Quijote, que escuchaba el relato con vivo interés, emitió un suspiro:
—¡Ah, mis amigos! —dijo—. Contender no podré con el tal Trebasel de Arcadia, ya que, como bien sabéis, un mes ha que he sido rendido en combate singular por el Caballero de la Blanca Luna, quien me obligó a prometer que no tomaría las armas por todo un año. Y, aunque en tal combate he perdido la honra, perder no puedo la virtud de cumplir mi palabra.
Escucharon esto Sancho, el bachiller y el barbero, disculpáronse y, en diciendo que llamarían al médico, abandonaron la estancia. Una vez fuera, el bachiller Sansón Carrasco, que no otro era aquel Caballero de la Blanca Luna, les hizo saber que aún conservaba la armadura con la cual había rendido al Quijote, obligándolo a retornar a su pueblo.
—¡Bueno!, ¿qué esperamos? —dijeron los otros.
Mientras el cura se quedaba solo con el moribundo y le confesaba, el barbero y Sancho acompañaron a Sansón Carrasco a su casa y le ayudaron a colocarse la armadura. Media hora después, el Caballero de la Blanca Luna abría la puerta y, ruidosamente, acompañado del barbero y de Sancho, se acercaba al lecho donde Alonso Quijano dormía.
–¡Salve, Don Quijote! —le despertó.
Don Quijote abrió los ojos y de inmediato se los restregó a fin de borrar de ellos la figura del arrogante caballero que en aquella amarga lid lo había vencido y que en ese momento se postraba ante él.
—¡El Señor me libre de los encantadores cuyos sortilegios todas las cosas mudan y truecan, y que me persiguen hasta el mismísimo lecho, faciéndome ver lo que no es!
El Caballero de la Blanca Luna se persignó a fin de demostrar que no se trataba de asunto de demonios.
—¡Amén, oh, insigne caballero y jamás bien alabado Don Quijote de la Mancha! —exclamó, y pasó a explicarle que no se trataba de artes de encantadores, sino el clamor de las gentes atemorizadas la razón de su presencia, la cual era, según dijo, dispensarle de la restricción de tomar las armas y habilitarle de esa manera para proteger a los indefensos, contendiendo contra el gigantesco Trebasel.
Mientras el de la Blanca Luna hablaba, Don Quijote sentía que la fuerza volvía a sus miembros. Luego suspiró profundo y, ¡milagro!, se incorporó.
—¡Traedme mis armas! —exclamó—. ¡Pronto, que el amanecer se acerca y piden las gentes el amparo de mi poderoso brazo!
A toda prisa, Sancho y el barbero le trujeron, que los tenían ya prestos, espada, escudo, armadura y yelmo. Don Quijote, colmado de furia, abandonó la estancia a grandes pasos. Ni bien hubo cruzado la puerta se le apareció, del otro lado del pueblo, la silueta de Trebasel, alto como una montaña.
—¡Ea, Trebasel, aquí me tienes! —gritó.
Detrás, en el camastro, rodeado de sus amigos, Alonso Quijano exhalaba su último suspiro.