La mujer como el vino

Horacio se levantó, entorpecido por el sueño, pero con determinación. Era su oportunidad, su momento.

En la cocina estaba Verónica, su esposa por casi veintitrés años, preparando el desayuno de siempre: mate con tostadas. El dulce de leche y el queso crema quedaron a merced de cucharitas unas individuales.

Fueron años de subidas y bajadas para esta pareja. A medida que sus hijas crecían y abandonaban el nido, poco a poco tuvieron que sustituir los ratos en familia con pasatiempos individuales.

Verónica se apasionó con la alfarería y la escultura, mientras que Horacio, por su parte, tomó clases de guitarra.

He aquí el quid de la cuestión: si ella asistía a una cena con sus amigas y compañeras de curso, él siempre se sentía desencajado. La mayoría eran divorciadas, o con parejas de pocas semanas, así que Horacio tenía que sacar a relucir su ya entrenado “estado potus” para estas ocasiones.

Verónica parecía transmitir que tenía bajo control a su marido, en comparación con sus amigas, y eso al principio le gustaba. Sin embargo, luego de otras pocas reuniones, aquel estado de silencio y ocasionales oraciones breves, transformaron a Horacio en un perfecto pelotudo a ojos de todos los presentes.

Por el otro lado, las peñas con los muchachos eran el oasis perfecto tras la semana de Horacio en la oficina. Legajos y legajos que quedaban apilados para el lunes, palidecían contra el vino, el asado, y las zapadas con guitarra y cantos desafinados, en los que él sacaba a relucir las pocas canciones que iba aprendiendo en sus clases de guitarra. A modo de cierre, las partidas de truco, a cara seria y estallidos de risa, decoraban una noche inolvidable para aquel grupo.

Verónica, sintiendo en su piel la misma incomodidad que su marido en sus reuniones, aparecía de vez en cuando para preparar ensalada, o dar algún comentario buscando la gracia de los presentes.

Una pregunta surgió, como el humo de un sahumerio que no gusta a nadie: “¿Cómo hacen para tener tanto aguante y seguir juntos, Horacio?”.

A pesar de todo, él siempre decía lo mismo con una sonrisa: “Paciencia, amor, y entender los tiempos del otro”.

“¡Los tiempos del otro las pelotas!” musitó Verónica, quien luego de escuchar de pasada la respuesta de su marido, encendió un cigarrillo en la ventana abierta de su habitación. “Cuando estábamos de novios no me dejaba sola ni un minuto, siempre salíamos a todos lados. Horacio la puta madre, ¡Hagamos algo juntos! ¡No quiero que llegar al clímax en la cama solo cuando gana “tu” Ferro!”

Verónica, ajena a todo, no supo que Horacio escuchó su frustración.

Él se dirigía al baño, luego de limpiar el quincho tras despedir a sus amigos, y aquello lo golpeó con fuerza.

Sentado en su trono blanco de cerámico, un par de pedos camuflaron sus cavilaciones. Era notorio que la famosa “llama de la pasión”, no era igual de intensa como en el principio. Ahora no parecía más que una hornalla manteniendo el calor para preparar huevos fritos y frutos del mar.

Entristecido, pero con deseos de redimirse, Horacio le mandó mensaje a su hija mayor. Quería hacer algo para impresionar a Verónica, y que lo volviese a mirar, “Como en los portarretratos del living”.

Luego de varios minutos, la chica le sugirió ir a una agencia de turismo, y ver las diferentes propuestas para vacacionar. Horacio, entusiasmado con aquella idea, agradeció con unos stickers de WhatsApp, y se fue a dormir.

Sábado por la mañana. Momento perfecto para estructurar su plan. Llevó a su mujer para realizar las compras en el supermercado. Le dijo que la pasaba a buscar en un rato, metiendo como excusa ir a buscar algo a lo de un amigo.

Se dirigió a la agencia de viajes y reservó un paquete para dos personas de un tour por Mendoza. El paquete incluía museos históricos y artísticos, y un tour por bodegas para catar algunos de los más reconocidos vinos del país. 

Todo esto, financiado por supuesto, con su fondo acovachado en una vieja caja de botines, en el fondo de un mar de camisetas de futbol y botines en el placard. Este era minuciosamente controlado, ante cualquier oportunidad de que le toquen esa guita.

Antes de volver por su esposa, Horacio pasó por una chocolatería a buscar sus chocolates preferidos. Escondió los pasajes en la guantera, y sus dulces debajo del asiento. Horacio, por último, camufló entonces su semblante y prosiguieron con su agenda.

Eso nos remite al día de hoy. Verónica está en la cocina, con una vieja remera de Minnie, una Minnie con sonrisa agrietada por el uso tanto de ella como de su hija, la dueña original. Una bombacha rosa con lunares negros, se asomaba apenas por debajo del último punto de tela gris melange de aquella maltrecha remera.

Horacio fue al baño, se echó desodorante, lavó sus dientes, se peinó mojándose el pelo, y hasta usó el enjuague bucal al que tantas veces rehuyó, por el gusto a jarabe médico.

Momentos después, aquel hombre contempló desde la puerta con lujuria a su compañera. Ante sus ojos, la muchacha con la que se casó, y esta dama recién levantada, se entremezclaban en una nube roja de lujuria sobre su cara. 

Se acercó con cuidado, envolvió sus manos sobre la panza de Verónica, y comenzó su plan:

“De cuerpo armonioso, delicado, con inspiración en épocas mucho más sencillas. Esta mujer se acompaña con un desbordante deseo de degustar cada rincón de su cuerpo, transformado ahora en este blend de Malbec-Pinot Noir.

Añejada con ayuda de nuestras especialistas, se pueden percibir en ella notas de jazmin, ciruela, y destellos de lujuria, concentrados en un envase que invita al más gourmet de los paladares” dijo Horacio con voz impostada de telenovela.

Verónica estuvo a punto de putearlo ante semejante sarta de estupideces, pero fue interrumpida por un beso que casi le arranca los labios. Horacio la tomó de la cintura y la abrazó susurrando en su oreja.

“Firme, pero suave y aterciopelado en boca. Así se puede definir a este vino, que me ha acompañado por más de veinte años, y al que pienso recompensar por los descuidos de la rutina” sentenció, dejando a la mujer completamente petrificada. No era su aniversario, mucho menos su cumpleaños. “¿Qué carajo te pasa Horacio?” atinó a decir entre balbuceos.

Luego de otro beso, le pidió esperar un minuto. El regresó con una carta y su caja de chocolates preferidos.

Al encontrar en el sobre los pasajes, y escuchar la propuesta de viaje de su esposo, Verónica gritó de emoción, lo tomó de la nuca, entrelazó sus piernas en la espalda de su marido, y se besaron como dos adolescentes. Una imagen quizás poco común para una pareja en sus cuarenta y muchos.

No salieron de su habitación hasta casi la noche. Aún así, sus miradas cómplices, las que creían perdidas en el tiempo, habían vuelto para llevarlos a la cama sin oponerse resistencia. Su nuevo viaje, acababa de comenzar.

Carrito de compra
Scroll al inicio