La abuela Eliana dice que antes había unas aves a las que llamaban gallinas, tenían plumas
pero no sabían volar. Eran muy ricas, se cocinaban al horno con papas o hervidas. Dicen que
los gatos se comían a las gallinas, ahora sólo quedan gatos. Los pollitos hijos de las gallinas
resultaban suaves al tacto, eran amarillos y blancos. Cuando mi mamá era chica jugaba con los
pollitos, a los niños les parecían irresistibles, más aún que los gatitos recién nacidos, a los que
todavía no se los comía nadie, ni crudos ni cocidos.
Hay algunos gatos que parecen amarillos, pero no lo son, y además nunca van a tener plumas.
Como terminaron con todos los pollitos, ahora viven en lo que antes era el gallinero donde la
abuela Eliana tenía sus gallinas que ponían huevos y a las que le daba de comer maíz que
también era algo amarillo como las yemas de los huevos que nunca comí.
Yo no podría comer aves, no son como los gatos que no ponen huevos. Esos huevos la abuela
se los daba de comer a mi mamá y también los menudos que eran el hígado, el corazón y las
otras tripas de los pollos. En esa época, había en el patio de la parra una mesa con sillas de
mimbre. Mi mamá se subía a esa mesa para liberarse de las ratas que le mordían los pies. Por
eso fue que la abuela trajo a los primeros gatos.
Un vecino había dicho que lo mejor para combatir a las ratas eran los hurones porque los gatos
bien alimentados se hacen amigos de las ratas y no las persiguen. Le regaló entonces un casal
de hurones. Funcionó bien los primeros meses, mi mamá volvió a tomar el té con la abuela
bajo la parra sin sobresaltos.
Una noche calurosa en la que dejamos las ventanas abiertas, escuche los gritos que venían del
cuarto, me levanté y corrí hacia la habitación, abrí la puerta: mi madre, arriba de la cama, tenía
la cara transfigurada. Al pie de la ventana, había un animal que yo no conocía, ni de vista, ni
por los relatos de la abuela.
Era más grande que un gato, tenía la cabeza de rata y patas cortas, el pelaje, de un amarillo
tenue. Miraba a mamá desafiante mostrando unos dientes filosos, al observarlo con más
detenimiento, me di cuenta de que tenía seis patas, mejor dicho cuatro patas y dos delanteras
que le salían de los omoplatos y que parecían brazos, no los apoyaba en el suelo.
Lo único que pude hacer fue salir al pasillo y gritar con todas mis fuerzas. La abuela apareció
con la vieja escopeta del 12 y le disparó al engendro, no sé si por los nervios o por mala
puntería no le acertó. El bicho saltó por la ventana y se perdió entre los árboles.
Al día siguiente, mamá fue a contarle al vecino que nos había dado los hurones. Preocupado y
pensativo, dijo:
—Quizás cometí un grueso error al darles los hurones. Estoy casi seguro de lo que pasó.
Dionisio la miró, con un aire de investigador científico, y siguió:
—Estamos en presencia de un hecho trascendente de la evolución de las especies.
—Qué diablos, dice—mamá hablaba al borde del llanto
—Por la supervivencia de la especie las ratas tienen el don de la seducción, con seguridad
enamoraron a los hurones y se cruzaron, lo que usted vio es el resultado. Se abrió la caja de
pandora.
Mamá dice que a Dionisio no le cree nada. Cuando ella era chica había unas aves que se
sentaban en el techo a mirar a las gallinas, su canto tétrico repetía: kotoc, kotoc, kotoc. No
había manera de espantarlas. En ese entonces, el vecino que era el abuelo de Dionisio, trató
de convencerla con una teoría similar: según él, eran chupacabras, una cruza de murciélago
con gato. Para demostrárselo la llevó al altillo, donde estaban lo más cerca posible del techo, y
una vez ahí, dijo que si entre ellos dos se cruzaban podían generar un híbrido capaz de llevarse
a todos, a las chupacabras, los gatos y también las gallinas -que por ese entonces ya eran
escasas-. A mamá le dio pena por las gallinas, las había comprado el abuelo, antes de
desaparecer, para que la abuela Eliana mantuviera la casa vendiendo huevos. Por eso, le
contestó que no.
Después vino mi papá que tenía bigotes. Cada vez que me iba a pegar, era yo la que me subía a
la chapa del techo aunque estuviera caliente. Me hacía pasar por una de esas chupacabras; las
conocí más de cerca, resultaron ser agradables, aunque se comían lo poco que nos quedaba.
Desde entonces, desde que papá se fue, nosotras no distinguimos entre hurones y gatos. La
abuela Eliana tiene un tacho grande lleno agua, los encierra en una bolsa, y después la
sumerge hasta ahogarlos. Los cocina, pero a veces el hambre, hace que les mastiquemos hasta
los huesos, como hacían los perros de los tiempos antiguos.