La “foto cuadrada” que observaba Joao desde su celular le generaba una frustración corrosiva. Casas y departamentos vistos desde arriba, en una foto aérea. Le resultaba aburrido. “¡Qué lugar de mierda!” … “¡Qué vida de mierda!”… “Partirte el lomo veinte años de tu vida sin parar, solamente para encerrarte “en un cuadrado”.
Miró a su alrededor: su casa sencilla pero bien equipada, con los servicios básicos y comodidades de la vida moderna promedio. Todo le sabía a poco. Más bien a miseria. Ese mal humor se había mantenido durante meses, a tal punto que las discusiones con su mujer se habían vuelto insostenibles y ella había decidido marcharse unos días hasta que se calmen las aguas.
Esa madrugada se encontraba, como hacía un tiempo, solo en su casa, sentado en la mesa de la cocina terminando la segunda botella de vino. Con su cabeza dando vueltas, levantó sus brazos y, a pesar de su lengua resbaladiza, logró articular:
—¿¡Por qué?! ¿¡Por qué tanto sacrificio para nada?! ¡Esta vida de pobre miserable! ¡Pido una oportunidad! ¡No importa lo que cueste, no importa el precio! ¡Solo una oportunidad!
El efecto del alcohol no se hizo esperar y se quedó dormido sobre la mesa.
Se despertó en un bar. Un lugar con estilo vintage. Fotos de famosos como Gal Costa, Caetano Veloso, Geraldo del Rey, Sergio Britto y hasta Pelé, entre otros; discos long play puestos en una pared de ladrillos desgastados a modo decorativo; todo envuelto en una luz tenue. Su atuendo ya no era el short roto que llevaba puesto al emborracharse, ni tenía el torso desnudo. En cambio, llevaba un pantalón de vestir negro, camisa blanca y zapatos al tono. Se observó en el espejo de la barra: su cabello prolijamente peinado y hasta su rostro afeitado. Le agradó lo que vio en esa imagen.
Sobre la pared, encima de las botellas de la barra, en letra cursiva luminosa se leía el nombre del bar: “Tesoro escondido”.
En ese momento, un chistido lo sacó de sus cavilaciones. Giró y pudo ver a un caballero sentado en una de las mesas. Le hizo seña para que se acercara. Vestía un traje blanco. Se le veía atractivo y, aunque estaba sentado, se notaba que medía más de 1,80 m. Cabello negro azabache, tez blanca, dientes inmaculados y ojos azules. “Muy simétrico” hubiera dicho su mujer. Le recordaba a esos actores que ella mencionaba con cara de boba.
—Sr. Da Silva, tome asiento por favor— lo invitó señalando la silla de enfrente.
—¿Dónde estoy?— preguntó Joao mientras ocupaba el asiento
—En el bar “Tesoro escondido”— le respondió despreocupado— Pensé que lo había visto.
—¡Dale!, ¿Dónde estoy y quién sos?
—¿Esa es la pregunta correcta?— repreguntó el señor.
—¿Hay pregunta correcta?— se desorientó Joao
—Pensá da Silva— insistió el caballero y lo miró fijamente. Joao asintió. Esperó unos segundos y volvió a preguntar:
—¿Para qué estoy acá?—
—¡Muy bien! ¡Muy bien, da Silva! “¡Para qué!”, el dichoso “para qué”! ¡Al fin y al cabo, la existencia humana se reduce a un propósito! ¿O no estás de acuerdo?
—¿Mi propósito? — y con una certeza que salía de lo más profundo de sus entrañas, simplemente lo dijo —Quiero tener mucho dinero. Fortuna, poder.
—¿Ese es tu propósito? ¿Estás seguro?
—Sí, muy seguro— reafirmó—Ya no quiero esta vida cuadrada, chata, miserable.
—¿Y harías lo que sea por eso?
—Lo que sea
—El señor da Silva quiere riqueza—dijo el caballero encendiendo un habano. —Pues riqueza tendrá—El hombre pudo ver el rostro desencajado en la mirada de codicia de Joao. Enseguida le advirtió:—Cuidado, da Silva. Cuando priorizamos mal, perdemos el foco de lo importante y nada es lo que parece.
—¿Vas a darme lecciones de moral, justo vos? ¿Te pensás que no me di cuenta de que sos el diablo? Confieso que te hacía un poco más… rojo—el hombre soltó la carcajada. Luego saboreó lentamente su habano, exhaló el humo y sin perder la sonrisa le respondió:
—Yo soy lo que soy, da silva. La dualidad es necesaria para conservar el equilibrio universal. Sin luz, no habría sombras; mientras unos matan, otros salvan vidas. Todo es equilibrio. Así que no es cuestión de juzgar; es cuestión de elegir. Hay dos cosas que tenés que saber: la primera es que yo no voy a mentirte y la segunda es que el albedrío es completamente tuyo. Yo no tengo injerencia en él. Por eso te advierto y te repito: ¿ese es tu propósito?
—Sí, eso es lo que quiero—respondió Joao
—Casi nunca es lo mismo lo que se quiere y lo que se necesita.
—¿¡Pero vos querés lograr un trato conmigo o no?!—respondió Joao, ya contrariado.
—Por supuesto que voy a cobrarte mi precio si aceptás—respondió sereno, el hombre de traje blanco—Pero como te dije, debe ser tu elección.
—Estoy dispuesto a lo que sea. Quiero riqueza y todo lo que conlleva poseerla.
—Por ahí ya tenés riqueza–—El caballero no pudo seguir. En un grito de furia, Joao lo interrumpió.
—¡YA BASTA DE TU FILOSOFÍA DE CAFÉ! ¡TE DIJE LO QUE QUIERO, LO NECESITO! ¡SOLO PONÉ TUS CONDICIONES!
—Bien, da Silva—respondió con la misma serenidad el caballero que ni se había inmutado ante el estallido de su interlocutor. Y señalando el cartel luminoso le preguntó: —¿Un tesoro escondido, tal vez?
—¡Sí¡ ¡Oro!— se relamió a Silva frotándose las manos, como un hambriento ante un banquete.
—¡Ay, ay ay!— dijo el hombre—¡La vanidad y la codicia son mis pecados favoritos! ¡Son los mejores reclutas!—¡Perfecto, oro será! ¡Oro para el Sr. da Silva!
—Sí, si por favor. Tengo experiencia en excavaciones. Puedo mandar hacer un pozo con la suficiente profundidad hasta encontrarlo.
—Perfecto—respondió quien decía ser el que era— Sacó una lapicera de pluma de su saco blanco—Tu dedo índice derecho, por favor—Joao lo extendió y el caballero lo pinchó con la pluma extrayendo su sangre hasta que se llenó el cartucho. Después, de la nada apareció un pergamino que se extendió en la mesa y entonces escribió:
“El Sr. Da Silva obtendrá oro para satisfacer sus necesidades. Para eso, el Sr. Joao Pimenta da Silva cavará un pozo en su cocina.
A cambio, cuando sea el momento indicado, el Sr. Joao Pimento da Silva responderá ante el ángel Lucifer por la eternidad”
—Colocá tu huella acá abajo—le indicó Lucifer.
Joao acercó lentamente el dedo ensangrentado al pergamino y apenas lo apoyó, despertó.
Estaba nuevamente en la mesa de su cocina, en short, con el torso desnudo y con la resaca haciendo estragos en su cabeza y en el estómago. Miró sus manos: su dedo índice aún estaba ensangrentado.
Fue entonces cuando puso manos a la obra. Contrató un servicio de excavaciones para realizar el pozo en la cocina de su casa. Supervisó cada detalle de la tarea. Fue más de un año de trabajo arduo. Llegaron a los 40 m hasta toca una superficie dura.
Su aspecto era de un total deterioro. Había bajado veinte kilos y había dejado de afeitarse y cortarse el pelo. Su obsesión con el oro solo se mitigaba con el alcohol. Se lo veía cada vez más desencajado. Su esposa nunca regresó. Solo tenía la compañía y la ayuda eventual de su vecino Arnaldo Da Silva.
Ante esa traba, con total furia, decidió bajar a ver lo que sucedía. Se sentó en el asiento sostenido con sogas a ambos lados que pasaban por poleas, que le permitían ascender y descender de las profundidades de su codicia. Le pidió ayuda a su vecino.
Durante el descenso una de las sogas del asiento se cortó, y nada se pudo hacer. Cayó al fondo del pozo y murió al instante.
Joao se encontró nuevamente en el bar. Esta vez el espejo de la barra le devolvió la imagen de un hombre en overol. El mismo que tenía cuando estaba trabajando. Pero además, aunque no sentía dolor, pudo ver su cara totalmente aplastada, sus costillas rotas y el cuerpo completamente ensangrentado. Allí encontró al ángel Lucifer en su traje blanco fumando su habano y corrió a reclamarle:
—¡No cumpliste! ¿¡Dónde está mi oro?!
—¿No cumplí? Y le extendió un diario que rezaba:
“El Sr. Arnaldo Da Silva encuentra tesoro escondido. El Sr. Joao Pimenta da Silva, su vecino, cavó un pozo en la cocina de su casa buscando oro, hace un año; pero cayó en él y perdió la vida. Sin embargo esta historia da un giro cuando su vecino, Arnaldo Da Silva continuó la tarea tras lo que parecía una dura superficie. Se encontró un cofre enterrado a 40 m que data del Siglo XVI, con oro y piedras preciosas. Todo indica que es parte de la actividad de piratas ingleses de aquellos tiempos cuando atracaban galeones españoles…” No quiso seguir leyendo.
—¿Arnaldo Da Silva? ¡Esto es un embuste!— Lucifer le entregó el contrato donde claramente pudo leer: “El Sr. Da Silva obtendrá oro para satisfacer sus necesidades. Para eso, el Sr. Joao Pimenta da Silva cavará un pozo en su cocina…”
— Te lo dije: priorizar mal, te enfoca mal y te hacer ver las cosas de manera incorrecta. Ahora termina de leer el artículo. Joao continuó leyendo:
“El Sr. Arnaldo Da Silva decidió donar la totalidad del tesoro al Museo Nacional de Río de Janeiro. Declaró lo siguiente: ´Lo que tengo: mi familia, mis amigos, la casa que construí con mis manos ya me hacen lo suficientemente rico. Esto es parte de la historia de Brasil y de la humanidad. Allí debe estar.´” Joao soltó el diario y no pronunció palabra. Lucifer siguió hablando:
—El Sr. Da Silva obtuvo oro y satisfizo sus necesidades. Yo cumplí.
—Tenemos el mismo apellido. Cuestión de un burdo tecnicismo.
—Un Da Silva por otro: Cuestión de equilibrio—intenté que lo entiendas.
Joao quedó en silencio y lo miró ya sin resentimientos, pero sí con curiosidad:
—¿Cómo supiste que resultaría tan fácil?
—También te lo dije: la vanidad y la codicia son mis mejores reclutas.