Otros dos que soñaron

  La noticia, publicada unos días atrás en un diario español (El Mundo, 10/1/2024), es falsa. Un hombre sueña con oro enterrado bajo su casa y cava para encontrarlo, etc, etc. Aparte de lo dudoso de las fuentes, la referencia no puede ser más vaga: un diario que cita libremente la noticia aparecida en otro diario, a la vez que en un portal de noticias, de otra ciudad, otro país, otro continente, otra lengua. También es sospechosa la ambigüedad de algunas descripciones: un ‘pozo’ de cuarenta metros de profundidad, que al final de la nota es consignado como ‘túnel’ y al que sin embargo, el hombre ‘cae’ encontrando la muerte. La ilustración que acompaña el artículo, dos fotos tomadas desde arriba de la perforación, una desde fuera, la otra del interior perfectamente iluminado, remiten, estrictamente, a cualquier pozo.  Sin embargo, cavar pozos, descender a ellos, túneles, cavernas, sueños; son figuras tradicionalmente asociadas. Sin ir más lejos, tenemos el ejemplo de Don Quijote en la cueva de Montesinos (Segunda parte. Cap XXII) un pozo de más de cien brazas que al cabo se le revelará como

 

                                           un real y suntuoso palacio o alcázar cuyos muros y paredes

                                    parecían de  transparente y claro cristal fabricados.  

 

Y del que sus amigos lo sacarán

 

                                                 con muestras de estar dormido.

        

O, mejor, aquella historia en la que un hombre de El Cairo sueña con una casa en la lejana Isfahan, en cuyo jardín hay un tesoro enterrado. Sin reparos frente a las penurias del largo viaje, el hombre llega a esa ciudad, camina sus calles, reconoce la casa de su sueño, entra disimuladamente en su jardín y, ya dispuesto a excavar, es apresado por una patrulla de guardianes que lo lleva ante el juez. Nuestro hombre expone sus motivos y el origen de su información al magistrado que, comprensivo,  encuentra oportuno ofrecer una lección de prudencia y buen sentido: le confía al reo que, él mismo, tres veces ha soñado con una casa en El Cairo cuyo jardín esconde un tesoro, y que no por eso incurre en una conducta insensata. Nuestro hombre es perdonado y ya libre, vuelve a su ciudad, a su casa -que ha reconocido en el sueño del juez- y cava en su jardín hasta encontrar el tesoro codiciado. Entre las muchas versiones de este relato, vale destacar la recogida por Bioy Casares y Borges en su antología ‘Narraciones breves y extraordinarias’, su título no puede ser más justo: ‘Historia de dos que soñaron’. 

La noticia es falsa, eso es casi evidente. No así las palabras; es el pulso, el corazón de la historia lo  que, sin enunciarla, contiene verdad. Como los sueños.

 

  Cavé y cavé hasta que mis manos fueron dos garras ensangrentadas. ¿Cuánto? ¿Veinte metros?, ¿Cuarenta?, ¿Cien? Quién puede saberlo. Pero el sueño es tan claro que ignorarlo sería insoportable.  Cómo renunciar a la promesa de ese tesoro ¿A cambio de qué? ¿De preservar no sé que comodidad de mantenerme allá arriba, en la superficie? ¿Qué había ahí que valiera la pena? 

Lo cierto es que cuando mis brazos ya no respondieron, ni había ya lugar en el que apartar la tierra que recogían mis paladas, y la oscuridad y el ruido de mi jadeo fue, como el sueño, todo lo que hubo a mi alrededor, sólo entonces, el pozo condescendió en abandonar la dirección vertical y abrirse ante mí como túnel. ¿Cómo?; no lo sé. Pero el asunto es simple: o bien ya no había manera ni lugar donde ir y mi sueño no conduce a ningún descubrimiento, o bien avanzo en la única dirección posible. No importan la oscuridad ni la soledad de este pasadizo; pensándolo bien no son distintas de las de arriba donde, además, a esta altura ya deben darme por muerto.

Caminé sin molestarme en tantear en la oscuridad cerrada, el sueño sabe adónde se dirige y qué hacer. A veces el miedo de no encontrar nada me hizo vacilar, y hasta detenerme indeciso, pero una cosa es pensar en la posibilidad de equivocarnos, de extraviarnos persiguiendo una ilusión y otra cosa, muy otra, es la firmeza reveladora de un sueño. 

 

  Cansado de caminar, con los pies torcidos por las ampollas y los rasguños. Llevo las mismas alpargatas que al principio de esta búsqueda que ahora, además, es peregrinación. Hace ya un tiempo que la oscuridad cerrada del comienzo del túnel fue resolviéndose en algunas formas, al principio contornos vagos que sugerían calles o casas, interrumpidos de tanto en tanto por espacios oscuros que ahora quieren parecerse a parques o campos abiertos entre poblados vecinos. Son signos de actividad humana que, aún sin la presencia visible de sus autores, ayudan a sobrellevar  las penurias de este viaje. Pienso también que en una de estas aldeas, en alguna de estas casas, se encuentra el oro prometido. Si el sueño me trajo hasta aquí, seguro querrá llevarme hasta ella -¿Seguro? Sí, seguro-. 

Adelante, al fondo de la calle, el cielo clarea. La proximidad de la mañana es alentadora, las cosas se aclaran, el fin de mi búsqueda también. Pero el sueño sabe que el alba, con su luz pastosa, antes de que despunten los colores, al cabo de la noche en vela, hace que nos preguntemos si el día que empieza merece realmente ser vivido. Por más fuerza de ánimo que dispongamos, la sola pregunta indica que la respuesta es “no”. No hay promesa que pueda contra este desaliento. Es como siempre, llega el amanecer y, como un vampiro, necesito que la oscuridad me proteja de la primera luz. Bueno, estoy acá desde hace un tiempo, en cierto modo ya soy del lugar… Más bien soy el único del lugar. Alrededor el silencio es completo; nadie, ni siquiera un perro o un gato de jardín. Sólo el tiempo cuida de estas casas. Pero tienen fachadas, puertas, ventanas, como no sean macizas pienso que algo tendrán adentro: en el peor de los casos, un suelo donde tenderme un rato y cerrar los ojos; en el mejor, muebles, una cama que me cobije. 

La puerta abre sin pedir más. Un vistazo rápido por el vestíbulo y la sala de estar me muestra la entrada de un dormitorio. Una cama matrimonial primorosamente arreglada, como nunca supe hacerlo, sus mesitas de luz, las paredes decoradas con acuarelas de paisajes y objetos borrosos en la penumbra. No hay ventanas por las que pueda colarse el amanecer. Aunque impersonal, el conjunto me invita a quedarme, para siempre si lo necesito. 

No importan mi falta de modales ni mi suciedad, me desnudo por completo y me deslizo entre las sábanas limpias. Me alivia el contacto de la tela tan suave y un poco fría, pero que enseguida va a entibiarse. 

Nada más.

 

 Esta noche soñé que despertaba al amanecer. Abría los ojos y veía a ese hombre a mi lado, acurrucado, ceñudo, los puños lastimados cerca de su cara, como en un ademán defensivo. No sentí miedo, sólo compasión. No quise despertarlo, ni me pregunté quién era, ni cómo había llegado a mi cama porque, aunque nadie pronunciara su nombre, de alguna manera, yo lo sabía de antes, de mucho antes, antes de él y de mí. 

Desperté con la primera luz de la mañana, confusa. Enseguida recordé mi sueño, como si recién saliera de él. Tuve la impresión de haber recibido una revelación y me sentí tan feliz que, para no olvidarme, enseguida busqué papel y una  birome en mi mesita de luz, para anotar lo que recordaba y lo que me estaba pasando. 

Ni bien sentí que mi marido empezaba a despertarse, antes de que abriera los ojos, todavía  asombrada por las imágenes del sueño, quise compartirlo con él. Le acaricio la mejilla, muy suave, casi sin tocarlo. Le cuento, en voz muy baja:

-Tuve un sueño hermoso. A que no te imaginás…

-Sí. –murmura sin despertarse, creo que ni sabe qué dice.

-¿Decime, dale, qué soñé…? –le pregunto.

-Todo esto.

 

  Entonces despierto. Sacando cuentas, es la tercera vez, las dos anteriores en sueños; esta, no sé. Ya es de día. Confusa pero excitada por esta especie de juego. Las cosas de la habitación lucen como si las viera por primera vez. Él ya está despierto, al lado mío, escribe en un anotador, se interrumpe, fija la vista en algún lugar indefinido, sigue. Qué pasaría si le pido que me explique lo que acaba de decirme en sueños.

-Hola. -alargo mi brazo para darle dos tironcitos de oreja, muy suavecito, es parte del saludo-. ¿Qué escribís?

-Un sueño. Buscaba un tesoro. No con un mapa antiguo, o en una isla, piratas o algo así. Era como si lo buscara siempre.

-¿Y cómo lo buscabas?

-Cavaba pozos, bajaba, y después túneles, y después caminaba, de una ciudad a otra… Me perdía, era como si buscar me alejara cada vez más del lugar o del tiempo del que venía. Y sabía que no podía volver.

-¿Y lo encontrabas?

-Sí, pero no sé cuándo, o dónde… Cómo, tampoco. Pero, ahora, despierto, estoy feliz por haberlo encontrado. Es como si lo tuviésemos ahora con nosotros. De alguna manera, está. Por lo menos mientras recuerde este sueño. Por eso anoto. Lo que soñé y lo que va pasando ahora. 

-Leeme…

-Es que no creo que pueda escribir exactamente qué soñaba o lo que me va pasando, pero por lo menos está en las palabras y, mientras pueda encontrarlas y no me las olvide, lo que escribo es verdad. Después de todo, palabras y sueños están hechos del mismo material. ¿No?

-Los sueños van a parar a las palabras, y las palabras van a dar a los sueños.

-Ni qué hablar que los sueños dan a otros sueños, propios o ajenos.

-Si es que pertenecen a alguien. A lo mejor nosotros somos de ellos.

Nos miramos, asintiendo sin palabras.

-¿Leo…?

-¿Vos o yo?

-Es lo mismo.

 

          Hace unos días leía una noticia dudosa acerca de un hombre que sueña con oro enterrado bajo su casa

 

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