“Eso es ridículo Reese, nadie vence a Sub-Zero”
Hal Wilkerson, Malcolm en de en medio
“Mantené apretado en alto el puño, y toma impulso desde abajo; luego vas hacia adelante, siempre para adelante, solo hacia adelante, y por último descargas tu fuerza contenida contra el enemigo”. Este mantra era repetido en voz baja por Ramiro Echeverri, un muchacho que todos envidiaban en el salón de juegos.
Pienso que para Ramiro todo tuvo sentido, cuando en un pasillo cerca de la ventana encontró su destino: otro muchacho estaba concentrado fijamente en su pantalla, con el cenicero lleno a un costado, y con un luchador tomando del cuello a un grotesco rival con dentadura filosa. El tipo apretaba un botón blanco repetidas veces, rozando los límites de la cordura, mientras observaba cómo el peleador bajo su control golpeaba de igual manera a su oponente, todo mientras chorreaban gotas de su sangre alrededor.
Luego de diez minutos, el muchacho más grande terminó su juego, y lo vio a pocos pasos mirando absorto la pantalla. Con una sonrisa le dijo “Ya está, te toca a vos”
Desde entonces, de lunes a viernes, Ramiro se sentaba en esa silla de caños cuadrados, y comenzaba su rutina, metiendo en la ranura su ficha gris.
Poco a poco, la gente se acercaba a verlo jugar. Primero, unos chicos se sorprendieron cómo llegaba a los niveles más altos, asesinando a sus oponentes; luego vinieron algunos más, a ver cómo se las veía contra el “jefe final”: un tipo musculoso con máscara de calaveras, y con un mazo gigante que podía sacarte casi la mitad de la barra de vida de un golpe.
Ramiro, con un movimiento ligero, casi imperceptible con la palanca, apretó el botón rojo, y desencadenó la sorpresa de todos: su personaje, un ninja de color amarillo, desapareció de su lado izquierdo de la pantalla, solo para aparecer con un golpe en el derecho, junto al enemigo. Ese ataque asustó a más de uno, pues la pantalla se puso a titilar en blanco y negro, remarcando la silueta de los dos guerreros.
Por último, el “jefe final”, con unos gritos de dolor, implosionó, dejando un rastro de sus vísceras.
El cartel en ingles emitía un comunicado: “YOU´RE THE SUPREME MORTAL KOMBAT WARRIOR!” para luego dar paso a un epílogo de la historia del ninja amarillo.
Los demás estaban completamente absortos. Nunca habían visto el final del juego.
Ramiro no era ningún tonto. Los fines de semana cortaba el pasto de los vecinos, paseaba perros, y lavaba autos de su cuadra, todo para poder disfrutar después de clases sin que sus padres pudiesen reprocharle nada.
Los días pasaron, y él dejó su huella en el local de videojuegos. Las siglas de su nombre, R-I-E, acapararon la lista de los “20 mejores guerreros” según el indicador de aquel juego. Fue su orgullo.
Sin embargo, un miércoles por la tarde no pudo mantener su asistencia perfecta al salón de juegos. Un trabajo práctico se lo impidió.
Al volver el jueves quedó estupefacto. Una chica con cola de caballo y remera azul y blanca, acaparaba todas las miradas en su máquina, mientras derrotaba al “jefe final” con un ninja celeste, usando poderes de congelación. Un gancho final sentenció la pelea, y por primera vez, las siglas M-A-N, quedaron en su inmaculado top 20, ¡Y encima en primer lugar!
Al terminar, la muchacha se levantó de su asiento, se acercó al estupefacto Ramiro con una sonrisa, y le dijo “¿Querés un uno contra uno?”
Nunca vi a alguien más feliz desde entonces.
¿Que cómo lo sé? Bueno, yo soy el dueño del salón de juegos. Ramiro Ignacio Echeverri, y Marina Ayelén Narváez, fueron mis dos campeones más grandes. Mandé a hacerles un poster con sus caras sobre los cuerpos de los dos ninjas, y quedaron exhibidos por años acá.
Ya son grandes, ya tienen familia, pero cada tanto traen a sus chicos. Al principio juegan a todo, pero llegan a ese pasillo, ven esa máquina, y les cambia la mirada.
Cada tanto me río cuando los escucho.
“Adelante guerrera de los Lin Kuei”
“No te tomes tanta confianza, ninja de los Shirai Ryu”