Sogas

La yarará se deslizó por el césped y se detuvo al fondo de una casa de paredes blancas, enrojecidas por el crepúsculo. Como una invitación, la puerta trasera, entornada, mostraba un resquicio justo para su calibre. Tras proyectar su lengua bífida un par de veces, la serpiente se introdujo por la rendija. Reptando sobre un resbaladizo piso de porcelanato, recorrió el pasillo, el comedor, la cocina, el baño. 

En el dormitorio descansaba una cama de algarrobo, con patas torneadas a las que se enroscó, ascendiendo hacia la superficie prolijamente tendida. Debajo de la almohada halló un pliegue en el que hundió la cabeza y se introdujo entre las sábanas. Se deslizó embelesada por la tersura que le acariciaba el lomo y el vientre. A los pies de la cama, bajo el borde del colchón, las sábanas formaban una bolsa. 

La yarará decidió que ese era el mejor lugar para pasar la noche.

 

Mario y Sofía bajan del auto en silencio. Él lleva un vaquero gastado, zapatillas y una remera con la foto de su ídolo musical. Ella luce pantalones oxford color marfil y un inmaculado blazer blanco con botones dorados, a tono con los accesorios y las sandalias de taco alto.

Llave en mano, Mario avanza hacia la puerta. Ni bien la abre, percibe una corriente de aire que parece venir del fondo

—¿Vos dejaste abierta la puerta de atrás? —pregunta.

Nadie le responde. Mario resopla. Con pasos precavidos, se acerca a la puerta trasera. Detrás de él, los tacos de Sofía machacan las baldosas de porcelanato. Ella porta una cartuchera dorada, de tamaño postal, que arroja sobre el vidrio de la mesa ratona, antes de arrojarse ella misma en el sofá y cruzarse de brazos.

—¿Vos dejaste abierta la puerta de atrás? —repite Mario y, en el silencio que sigue, abre del todo la puerta, se asoma al patio, observa el césped a un lado y al otro, y cierra con doble llave. Después corre hasta la pieza y revisa el estante donde dejaron la computadora, y el cajón con la plata, las tarjetas. Todo en su lugar. Por supuesto que no presta ninguna atención al leve abultamiento a los pies de la cama. Cuando vuelve al comedor, su mujer sigue en el sofá, con los brazos cruzados y la vista al frente.

—¿No me vas a hablar? —le dice—. Lo único que falta es que no me hablés después de lo que me hiciste.

—¡Qué! ¡De lo que te hice! ¡De lo que te hice! ¡Vos sos un inconsciente!

—Fui a buscar a mi mujer, ¿está mal?, ¿no puedo ir a buscar a mi mujer?

—Mario, no registraste nada de lo que te dije.

—Me trataste como a una basura.

—No registraste nada de lo que te dije. ¡En este momento se deben estar cagando de risa!

—¿De mí? 

—No, qué de vos, ¡de mí! ¡Se deben estar cagando de risa de mí! No sé con qué cara voy a aparecer mañana. ¿Con qué cara? A ver, decime.

—Claro, porque te doy vergüenza, ¿no? Disculpame que haya ido a buscarte, que… que me hayan tenido que ver esos caretas.

—Existen códigos, Mario, y además…

—¿Sabés por dónde me lo paso? Y al rubio ese que habló no le bajé los dientes nomás porque estabas vos.

—Ese que decís es Jeremías Porto, acababa de dar la conferencia; es el secretario de la Asociación, además.

«Qué elegante», había deslizado el tal Jeremías Porto tras la ponencia, cuando vio que se acercaba Mario con los vaqueros gastados y la remera de L-Gante. El comentario había causado hilaridad en el coro de psicólogas, que sostenían estilizadas copas de champagne. «Buenas», saludó Mario, amistoso, alzando la mano hacia el grupo, mientras el cutis de Sofía iba adoptando un tono cetrino. Mario pensó que su mujer iba a desmayarse. «¿Todo bien, amor?», le preguntó. «Sí, todo bien, espéreme un segundo que ya me retiro», dijo Sofía, y se despidió como pudo, en medio de las pertinaces miradas de sus colegas.

—¡Me hiciste pasar por un remisero! —grita Mario.

—¿Y qué querías que hiciera?

—¡¿Tan caliente estás con el rubio ese, eh?! 

—Me gritás otra vez y te juro que no me ves más —dice Sofía con los ojos vidriosos.

Mario gruñe mientras se muerde el dedo al estilo italiano, después patea un zócalo. Va hasta la pieza y, sin reparar en el bulto a los pies de la cama, se desnuda, abre las sábanas y se cubre hasta la cabeza.

Pronto queda atrapado en un semisueño pendular que de a ratos lo trae a una discusión de pareja en una casa alquilada en Posadas, y de a ratos lo lleva a la primaria, a un recreo en el que él está saltando a la soga, que hacen girar Sofía y la señorita Clelia, ambas con guardapolvos. Él salta y salta a la soga y ellas sonríen en cámara lenta. En el dormitorio, caldeado por los ánimos, Mario también sube y baja las piernas, batiendo las sábanas. En uno de los saltos Mario juraría que la punta de su pie ha rozado una soga áspera, al fondo del colchón, y que la soga sigue ahí, súbitamente materializada por su sueño.

Guarecida en el sofá, Sofía descubre que es incómodo, no tanto como la situación que acaba de vivir, pero incómodo al fin. «Tendríamos que haber reservado en el hotel Intercontinental —piensa—, y no en esta casucha, lejos de todo». En aquel hotel es donde se desarrolla el Congreso Argentino de Psicología, y fue la elección de la mayoría de sus colegas. Aunque Mario insistió con este alquiler, diez veces más barato y a solo veintidós kilómetros del evento. «Y encima se manda ese moco». Al cabo de dos horas de dar vueltas, pegoteada en la cuerina del sillón, entiende que no va a poder pegar un ojo. Tampoco es cuestión de acudir demacrada a las conferencias del día siguiente. Se incorpora y se dirige al dormitorio. Enciende la luz, en el lado más alejado de la cama asoma el lomo de un jabalí redondo que no ronca. ¿Estará dormido? Sofía se desviste con cuidado y se sumerge entre las sábanas, dándole la espalda, pegada a la cornisa opuesta, a fin de maximizar la distancia con el fan de L-Gante. Sofía es alta y sus largas piernas llegan hasta el fondo de la cama, allí donde termina el colchón y se forma una bolsa.

Un buen rato después, Mario manotea instintivamente el lado opuesto de la cama y siente el suave tacto de la espalda de su mujer, que le produce un asomo de erección. Quisiera hablarle en ese mismo momento, pero Sofía ya está roncando —Sí, la señorita perfecta ronca, todas las noches ronca, y en siete años él nunca se lo ha echado en cara para que no se sintiera mal—. Quisiera decirle que ella tiene razón, que él no debería haberse presentado así como a sí a invadir su espacio. Tal cual, pero que él se moría de ganas de ir al cine con ella y que se hacía tarde y que lo perdone. «Sí, registré, registré», le diría. Y vuelve a aquel recreo, en el que él salta y salta a la soga, en uno de cuyos extremos se halla Sofía haciéndola girar. Pero no, no puede mostrarse tan débil, ni siquiera ante el ser a quien más ama en este mundo. Pero, tal vez, si él pudiera levantarse antes que ella y le preparara el desayuno con todo esmero, ella entendería y entonces…sobrarían las palabras. Claro que eso debería ser más tarde, cuando empezara a clarear. Mario se tumba boca arriba y se marea en la fértil noche del cielorraso, donde el recreo se entremezcla con escenas de posibles conciliaciones. Entretanto, su pie derecho navega, centímetro a centímetro, hasta cruzar el océano que lo separa de las piernas de Sofía. Cuando el dedo gordo toca la otra orilla, esta lo sorprende, fría y rugosa, como si Sofía no se hubiera depilado. Pero ella sí se depiló.

—Sofi, eh, Sofi. Hay una soga en la cama. 

Sofía también se siente mal por lo que dijo y por cómo lo ha tratado. A pesar de la rabieta, tendría que haberle aclarado que ella nunca —¡nunca!—, cambiaría a su gordo hermoso por uno de esos almidonados psicólogos. Ni por Freud reencarnado en el cuerpo de Brad Pitt. Así, Sofía entra a un sueño en el que intenta escalar una montaña en Malasia —aunque nunca ha escalado y no conoce Malasia—. Un sol intenso le incendia los ojos cuando ella levanta la vista hacia la cúspide.  Transpira, aprieta los dientes y, aunque quiere ascender, no consigue avanzar ni un centímetro. Y no lo consigue porque tiene una soga enroscada en una pierna. Y de la soga cuelga todo el peso de Mario, que se balancea flotando en el vacío, sobre las fauces del precipicio y le grita:

—Sofi, eh, Sofi. Hay una soga en la cama. 

Sofía despierta con la soga aún enroscada en la pierna izquierda.

Se la sacude.

 

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