1840
El hedor de la casucha acrecentaba los dolores del parto. La prostituta lloraba y pujaba mientras sentía que se descaderaba y se iba en alaridos lacerantes.
El barrio londinense de Whitechapel no había tenido piedad con ella.
Quién sabe cuál de todos esos borrachos delincuentes que pagaban por sus servicios, era el padre de esa criatura que hoy desgarraba hasta la última fibra de sus músculos.
A mediados del S. XIX, el East End de Londres era un hormiguero de mugre y rejunte de la peor miseria de la sociedad: racismo, delincuencia, antisemitismo, pobreza, prostitución… flagelos perversos y crueles que hoy la tenían pariendo el producto de tanta oscuridad.
1888
—¿Qué hacemos con el cuerpo, Jefe?
—Lo entierran sin lápida. Hay que borrarlo de la historia.
—¿Usted quiere borrarlo de la historia, Jefe? Disculpe, con todo respeto, lo veo un poco difícil.
—Lo que quiero, Watson, es no darle una identidad a este monstruo. Que quede en un mito, una fantasma, una leyenda tal vez. Pero sin un nombre que lo identifique, que le de un atisbo de humanidad.
—Es cierto. La verdad que no parece humano. Es una bestia. Bueno, era… ¿Qué pudo haberlo llevado a tales aberraciones?
—Nada bueno, por supuesto. Esas prostitutas desviceradas no son más que mártires, a manos de las miserias de Whitechapel, donde solo puede engendrarse tanta oscuridad en el filo del arma de un monstruo, como lo fue este tipo. Terminen el trabajo, por favor.
—Si, Jefe. Terminemos hoy, con esta quimera de Jack, el destripador.