Estaba con mi nieto entre el público de un espectáculo en el Parque Avellaneda, cuando vimos a un payaso que llevaba puesta una pollera. Raro y llamativo a la vez, porque era como la mía, como la que tenía puesta en ese momento, larga de colores. El payaso me miró y puso cara de pena, ¿sería alguien conocido o sólo la máscara que ríe y llora? ¿Por qué tenía esa pollera puesta? Recordé (en realidad siempre lo tuve presente) que le había regalado una igual a mi amiga Patricia. Mi tía había traído dos de un viaje a Miami, no le gustaba como le quedaban y me las dio a mí, la hija de su hermana pobre y viuda. A Patricia, mi mejor amiga del secundario le quedó pintada; la dejé de ver para la época de la guerra de Malvinas, cuando ella entró a militar en el Mas y nos separamos definitivamente.
Al payaso como era muy flaco le iba un poco floja, la tenía puesta sobre una malla de color violeta de esas que usan los que hacen acrobacias. Al final de la función se me acercó, mi nieto se asustó porque directamente vino a tocarme la pollera.
—Son iguales—dijo— Vos debes ser Beba.
Me quedé dura, ya nadie me llama por ese apodo.
—Mi mamá murió hace unos días—levantó su falda con las dos manos, se la llevó a los ojos como si se limpiara unas lágrimas imaginarias—, me la puse desde entonces, a modo de homenaje. Le hubiera gustado saber que la seguís usando tanto como ella.